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Comunicamos mal.



La prueba contundente de lo que afirmamos, es que en los tres poderes del estado, constituidos, como instituidos, se prescinde del concepto de comunicación que no solamente tiene relación con prescindir de servicios comunicacionales que le podría prestar un profesional o quién oficie de comunicador, para dejar tal tarea en manos de amigos, familiares o entenados, cuando no, ellos mismos, en modo selfie, emitiendo el certificado de defunción a la ya nefasta y fascista “gacetilla de prensa” para dar nacimiento a esta epocalidad de imágenes casi automatizadas de móviles inteligentes que capturan instantes vanos e intrascendentes y al ser replicados se transforman, en el sinsentido de la inteligencia artificial, en una noticia digna de ser avalada, compartida y vuelta a replicar.
Corregimos. En el poder judicial, es donde se observa más cabalmente lo que afirmamos. No se trata de intenciones o de moralidad. Es decir, los representantes de los poderes constituidos,  e instituidos (performativamente, bajo la excusa o la razón que lo otro es la ley de la fuerza), no es que dejan en las manos de familiares y amigos, la comunicación de los actos públicos, por una superchería de aprovecharse de la ausencia de normas que establezcan el reparto de la pauta publicitaria oficial (y en el caso de que existiera la misma, su aplicación taxativa o la aprobación que necesitarían los miles de proyectos en tal sentido) y por ende el establecimiento de un estado de derecho, donde se respete la libertad de expresión, y de tal manera, no pagan, como lo deberían hacer por comunicar, sino que bastarden a la comunicación misma, casi sin querer, como a sus familiares y amigos (creyendo que los están ayudando los someten a tareas para las cuáles no están ni siquiera con ganas de llevarlas a cabo), u ocupándose ellos mismos, cuál adolescentes viven prendidos, en las sesiones o espacios institucionales de los teléfonos móviles haciéndose autobombo o autopromoción, en una clara exaltación de lo yoico a niveles de turbación manifiesta.
El poder judicial, aún mantiene (pese a encuentros, foros y discusiones, saludables, pero que no logran aún lograr el pasaje al acto) el paradigma de que los jueces hablan por sus fallos o sentencias. Esta definición, tal vez roce aquello de su constitución, es decir cabría la posibilidad de que se constituya una suerte de foro ciudadano, o que en las aldeas en que no se dispuso, la integración de observadores o tribunales populares, en cualquier caso, que la modificación del paradigma, signifique la repercusión palmaria de que el servicio de justicia, retorna a sus fuentes, en ese viejo principio, cuando la justicia no se decía ni se pretendía “independiente” pero se forzada a dar a cada uno lo suyo.
Deberíamos atestar los posibles talleres, foros, encuentros, tertulias, congresos, para dotar a todos y cada uno de los integrantes del poder judicial, no sólo a suplir tal paradigma, sino a constituir uno que tenga que ver no tanto con las formas (es decir con el modo selfie o compartir de la red social que fuere) sino con el concepto de lo que se tiene que transmitir en este caso, en el judicial, que es de los tres, el poder menos visible, en su conformación como en su acción para el ciudadano común, incluyendo como expresamos la naturaleza de su supuesta independencia.
En el legislativo, como en el ejecutivo, como expresábamos la batalla está perdida. Sí lo pusiésemos en términos futbolísticos, estamos en el minuto 80 de juego, a 10 del final, perdiendo 3 a 0, con 1 hombre menos.
Basta con asistir a cualquier sesión plenaria, del cuerpo parlamentario que fuese en el vasto horizonte que nos otorgan nuestras aldeas democráticas, para dar cuenta que, hasta que no se expida una resolución que prohíba el uso de aparatos con el nefasto nombre de inteligentes, nos llevaremos la triste imagen de parlamentarios que parecen estar en una discoteca replicando imágenes sin sentido y por doquier. Así lo atestiguan sus diversas y distintas cuentas, que sólo parecen copias, de copias, de tantas imágenes, que ya ni se ven, dado que no se distinguen en ese mar latoso, de ego, que proponen y con el cuál invaden.
Tal vez estéticamente, la imagen no sea tan fuerte, pero normativa como conceptualmente, lo que sucede entre el poder ejecutivo y la comunicación es aún más siniestro.
No sólo que en contadas administraciones existe una norma que distribuya la pauta publicitaria oficial (dándole sentido al principio de la obligatoriedad de que los actos de gobierno sean públicos y por ende de considerar a la comunicación como pública) sino que en este poder del estado, sigue primando la absolutista, como fascista consideración de que lo comunicable, solo se puede generar, desde la gacetilla de prensa.
Quiénes creemos estar comunicando, tendríamos que tener la obligación moral, de replantearos que significa comunicar y sí es dable hacerlo en un sistema que propone, como en otros ámbitos que la comunicación, sea replicación o sistematización de capturas de imágenes intrascendentes, que volcadas a un dispositivo, se terminan transformando en noticia o en algo destacado.
Quiénes nos resistimos a ser replicadores, copiadores y pegadores, y por tanto, nos forzamos a ponernos en autocríticos, rever nuestras posiciones, salirnos de nuestras zonas de confort, además de todo esto, tendremos seguramente, el acoso, el señalamiento, como la indiferencia de quiénes creen estar ganando algo (como sí de ganar se tratara, en tal lógica en donde quiere hacer prevalecer el mercado, que sí compraste más barato y  vendes más caro le das sentido a tu vida) a expensas de destrozar la comunicación.
Una herida de muerte, en la que lacerados, caen en su mortal dolor, los que victimarios, en verdad son víctimas de las herramientas que se aprovechan de su inhumanidad. No pueden, han vendido esa posibilidad de preguntarles al de a lado, que le está pasando, pero sacan una foto, a un pasto crecido y obtienen más de 100 me gusta por tal engaño de esa inteligencia artificial, que de a poco les va sacando la posibilidad de volver a encontrar el alma y el espíritu, con el que fueron ungidos como seres humanos.