“Pero el lenguaje del 68, antes
que en boletines, papeles y manifiestos, se expresó en los muros de París. Para
que las palabras no se las llevara el viento. Aquellos eslóganes del Barrio Latino
dieron la vuelta al mundo” (Sánchez Prieto, J. “La historia imposible del mayo francés”). Uno de ellos, rezaba “La imaginación al poder”.
No es casual el haber escogido la acepción “rezaba”, el mayo francés se resolvió
en lo inmediato (milagrosamente), tras el remedio de lo electoral (elecciones
anticipadas) y más luego perpetuó, dogmática y por ende, religiosamente , el
ejercicio repetitivo de la votación, ya connotado de lo democrático, liberador
y anti opresivo se entronizó en el orden simbólico, en el orden de la ley,
consagrada, sacralizada, normativizada e incuestionable, de aquella frase, a la
presente, que define a la política en occidente: “El poder es (permite la) imaginación”.
A nadie que pertenezca al campo
de las ciencias sociales, o de cualquier otra área de diversas ciencias o en
verdad del campo que fuese se le puede escapar la percepción, la intuición o el
dato real que la democracia no pertenece al orden de lo real.
La democracia no traduce aquello
que promete en su definición o etimología. La democracia no gobierna para ese
pueblo, del que declama y que legal, como a veces legítimamente, representa. La
democracia no ha logrado, casi en ninguna de las aldeas en que señoree, no ya mejorar,
sino al menos no empeorar los índices sociales que recibiera por parte de los regímenes
más antihumanos como execrables que antes de ella han gobernado ipso facto. No
estamos expresando, todavía se precisa de este tipo de aclaraciones, que con
esto prefiramos el horror del que salimos, tampoco por ello, debemos censurar
la cuestión o la crítica que tenemos derecho a hacer de lo democrático, sino
por sobre todo, ocluir o reprimir el deseo natural de vivir mejor, o al menos
de que no tanta gente, tenga problemas de hambre cotidiano, democracia mediante.
Así como la revolución francesa,
reaccionó al absolutismo del “Estado soy yo (Luis XIV)”, el mayo francés fue
una reacción al orden de lo político-público
y su devoción por la hiperrealidad. De no haber sido de esta manera, las masas
ingentes, hubieran tomado el poder, pero por el contrario, desecharon que el
poder residiera en un lugar (en la territorialidad de las casas de gobierno,
como sería costumbre para las fuerzas armadas al creer que tomaban algo con los
derrocamientos que generarían nuevamente el horror, y el presidio, del plano de
lo real, en su expresión más horrífica) y corrieron el plano o el orden.
“La imaginación al poder” es la
frase que palmariamente refleja lo que sucedió y por lo que iban. A diferencia
de la actualidad, en donde los consultores, arman las frases o los eslóganes,
para luego hacer que sus clientes se acomoden a los mismos, o actúen en consecuencia,
el plano que devino de aquel jolgorio de lo imaginativo, es el presente simbólico
y rotundo de la ley democrática que no resuelve, ni defina nada, pero que la
debemos cumplir, a rajatabla, a como dé lugar.
En una de las tantas, como
actuales, revueltas, marchas o concentraciones, en que se manifiesta la
sociedad civil, sea por los derechos de los perros a defecar en los transportes
públicos o por la equidad de derechos en los distintos géneros, en los que se
subdivide la humanidad, nadie o muy pocos cuestionan el orden, el campo
simbólico en el que nos arrojó la imaginación de los que prevalecieron en el
mayo francés.
Una bandera, tal como las paredes
inscriptas del barrio latino en París, rogaba (en vez de rezaba) “no somos los
hijos de la democracia, somos los padres de la nueva revolución”. Tal vez este
sea el sendero, el comprender que no importa el lugar (la noción de la
territorialidad como de la existencia tangible de las cosas pasó a ser un viejo
recuerdo en tiempos de virtualidad), tampoco el tiempo (el que aducimos que nos
falta para comprender al otro, y por el que nos comunicamos mediante caritas
que son casi algoritmos de comportamientos estudiados por inteligencia
artificial) y por ende nuestras acciones que hagamos o dejemos de hacer, sino
lo que importara en el nuevo registro, para salir de lo simbólico, sea el
testimonio, la palabra dada, sostenida por la convicción o la duda, pero que no
ceje en dar cuenta de lo que se piensa, sienta o intuye.
La propuesta, la invitación, es a
que obremos tal como si nos gobernáramos cada uno por las nuestras, lejos de
cualquier pretensión anárquica, que pugne por lo agonal o por aspiraciones románticas
que se rocen con lo quijotesco o lunático. Se sabrá de nuestras buenas
intenciones, por lo que ofrezcamos a eso público, en lo que estaremos
interviniendo, es decir haciendo política, a nuestro modo, a nuestra manera,
más allá de como la cataloguen a nuestras acciones los académicos de la politología,
presos de sus bucólicas publicaciones que persiguen siempre el interés del
redito material o espiritual de quedar bien con el superior en cuestión o con
el par.
Por supuesto que en la plaza
pública (en sentido metafórico) los distintos accionares, chocarán, más allá de
que muchos se complementen, pero tal choque, no necesariamente, debe o tiene
que ser trágico o negativo. En tales confrontaciones, prevalecerá la ley (la
habremos sacado al manifestarse, al traducirse, de su orden simbólico) y en el
caso de que no prevalezca, se necesitará de que el nuevo orden, o campo en el
que nos estemos desempeñando, lo real, se tenga como necesidad primordial el
que nos entendamos, nos comprendamos, consensualmente, por mayorías o minorías,
por sorteo, por compensación o por las múltiples formas que podemos encontrar
como para organizarnos humanamente.
Para volver a soñar, es decir
para apreciar la vigilia, y diferenciarla de las pesadillas, el haber
despertado, nos impele a que nos preguntemos ¿Qué es lo que vamos a querer
hacer? O que sencillamente que nos preguntemos, las respuestas vendrán después,
siquiera la necesitamos, que no nos subviertan el orden de nuestra naturaleza
humana, los resultados, como los números son producto de la imaginación, que
luego se puede reconvertir en orden simbólico o legal, la realidad o lo real, es
otra cosa, vayamos por ella, por la calamidad de ese niño o niña que le cuesta
comer y que sacrificialmente sostiene las fantasías políticas y de poder con
las cuales jugamos a la sociedad de la ley, democrática, de las libertades.