El día que dejemos de desear que
la muerte nos sobrevenga como si nos sorprendiera, quizá seamos felices. Claro
que tampoco podemos tener certezas acerca de sí es lo que realmente queremos,
si es que realmente queremos algo que no sea volver de dónde venimos, de ese
océano de sinsentido del que nos han eyectado, injusta y burdamente.
Tras el sucedo, que se festeja
como hito, tememos, segundo a segundo, como implorando no dar continuidad a una
cruenta pesadilla de la que no podemos y en cierto caso, por obra de la
confusión, no queremos despertar. Es un
temor crepitante, inacabable, por momentos irrefrenable, que cada tanto nos
pone de rodillas por esa pretensión absurda por la cual clamamos no haber sido
nunca, cuando no se manifiesta de forma tan contundente, permanece, agazapado,
lateralizado, en potencia, a salvaguarda del acto, para en el momento menos
pensado, tomarnos por asalto y enrostrarnos su condición ineluctable.
Es que en verdad nunca lo hemos
disfrutado, a la estadía que nadie solicito, hemos aguardado en los peores
momentos sí, hacerlo, eso que llaman esperanza, expectativa, promesas vanas de
la insustancialidad del terror, de la reacción ante tanta orfandad, de vernos
espeluznantemente desnudos, absortos de nuestra pequeñez, de la contradicción
permanente de tras largos suplicios, aún pese a todo, continuar, con la velada
idea que todo mejore, reír cierta vez sin que la risa devenga en llanto.
Por intrepidez o irreverencia,
cada tanto se escucha un estertor, un suplicio, cuál cántico lacónico, de los
que han bebido, supuestamente el elixir de la tan buscada felicidad, se engañan
para resistir, es entendible, si hubiesen encontrado el brebaje, tras probarlo
y saborearlo, no continuaría en este ámbito, pues su quintaesencia irradia la
verdad contundente de que sólo se la disfruta, plenamente, por instantes que
son irrepetibles, y que el pretender perpetuar o hacer de tal instante la suma
para algo, simplemente reduce al enloquecimiento de no poder comunicarse más
con nadie en un lenguaje coherente.
El temor que genera estas
fantasías defensivas, son material en abundancia para la literatura infantil,
es que la existencia misma, es básicamente relatos de hadas y princesas, de
campos elíseos, de nubes suspendidas que amortiguan a seres que mantienen su
peso y corporalidad.
Nos da pavor, ni siquiera
afirmar, ni argumentar, tan solo pensar, por minutos prolongados, que no existe
nada, absolutamente, es retornar de dónde venimos, que por algo no hemos
conservador recuerdo alguno de ese no lugar, el nombre que le pongamos puede
representar una terminalidad, un fin, un punto, pero ni siquiera de la cuestión
nominal se trata, podríamos decir que es el ingreso a la armonía, pero no,
todos sabemos que hablamos de ella y tanto miedo le tenemos que preferimos no
mencionarla, no vaya a ser cosa que nos escuche y venga por sus invocadores,
como en las fábulas para niños.
Temblamos al vernos en la
evidencia de nuestra contradicción irresuelta de pretender lo que sabemos
imposible, porque jamás lo hemos conocido, porque en tal caso ya no estaríamos
para decirlo, nos sacude la molestia fortuita, de la incomodidad permanente, de
sentirnos liberados de tales males y ubicar momentos de plenitud en donde
tengamos la certeza de ser felices sin que ello acabe.
Comprender que habrá sido lo
mismo nuestro pasó o no, aquella noche, su mirada, el roce de la piel, ese
momento especial, por más que hagamos trampa y pongamos los episodios de dolor,
que afán por permanecer en la espera del suceso que nunca acaece.
En esa mismidad, irrumpe, la
pretensión infantil de ponerle moraleja, el punto final, es la devolución o
repetición a los que estamos condenados
y es tan fuerte e imposible de evadir, que ni los que escribimos podemos dejar
un texto inconcluso o acabado pero no publicado, porque el solo hecho de
hacerlo ya significa que lo estamos terminando y por más que no lo mostremos o
no lo hagamos público, siempre alguien lo está mirando, o lo que es peor podrá hacerse
dueño, cuando ya no estemos, si es que alguna vez hemos estado, sabiendo que ha
valido como no ha valido la pena, el estar o no estar, pues no deja de ser una
condena, que cada penitente sabrá o no como sobrellevarla, sin dejar de ser
víctima de las ilusiones imposibles de intentos de fuga que dan llamar
felicidad.