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¿Necesitará la muerte o los muertos un día?


Tenía hambre, estaba gordo, me dolía una muela, el aroma de la comida, embriaga mi estómago que clamaba por dejar todo a un lado, la estética, la salud, el dolor momentáneo, todo era canjeable por saciar en ese instante el irrefrenable deseo de consumir, de detener ese clamor interno que no me dejaba pensar en otra cosa.

Como cuando uno apreta un botón y cambia de canal, en un fractal mínimo, nimio, escaso de tiempo, ingresas en otra realidad, lo mismo cuando te comunicas vía un mensaje de texto, vía la computadora, nuestra realidad se construye mediante la ejecución de una orden inmediata que acciona presurosamente un botón que cambia el escenario en un par de segundos.

Vista y entendida la vida de tal manera, es sumamente razonable que pensemos que exista algo más tras la muerte, es como si fuésemos seres en permanente estado de insatisfacción, que es muy diferente a conformismo.

Inventamos para convencernos que esa picazón existencial que nos hace mover los botones, está fundada en destinos, en misiones, en objetivos.

La intemperie de la nada, es la sensación más fuerte y fabulosa que podemos experimentar en la experiencia de la vida, ni la mejor comida, ni el polvo más intenso, ni la mirada más pura y candorosa de un hijo le asemejan, estar frente al mundo efímero siendo plenamente consciente de ello, es como volar sin prisa ni pausa, ni horizonte ni norte, haciéndolo simplemente para fundirnos en el viaje mismo, desintegrarnos en partículas para volver al todo, al cual pertenecemos y por el que imploramos regresar.

En el mientras tanto, este que llamamos, fútilmente vida, supuestamente hacemos y dejamos de hacer muchas cosas, pero en verdad en la medida del tiempo de lo que somos íntegramente, la vida vivida es como el fractal de tiempo en que decidimos tocar el botón del control remoto para cambiar un canal, la tecla del teléfono o de la computadora, el resto, lo sustancial, ese instante eterno es cuando todo y nada sucede a la vez.

Seguramente podrá parecer para algunos, un juego de palabras, un acertijo de intenciones o un truco de ilusionistas de los conceptos, en verdad vamos con el bisturí hasta el hueso, cavamos hasta la profundidad del núcleo y nos elevamos infinitamente, como cuando nacemos o abandonamos el mundo, como cuando nos duele algo, cuando estamos contentos, cuando comemos, cuando vamos al baño, cuando besamos, cuando lo hacemos, en esa suma de instantes de plenitud, que más luego pretendemos replicar o mantener o repetir, vanamente, es precisamente la razón de ser de nuestra finitud, de sabernos prescindibles, por más que pretendamos dejar de serlo.

Es como pretender captar, capturar o secuestrar el instante mediante una foto, contar, narrar o describir una vida, mediante una novela o una película, un divertimento menor en los tiempos del calvario cuando nos azota la certeza de sabernos enfermizamente débiles, suplicantes, originariamente creativos como para inventarnos el rededor de la vida.

Entre tanto absurdos en los que nos hemos decidido someter, simplemente el denunciar que sí los muertos tienen un día, es porque los vivos no tenemos ninguno y no necesariamente porque entendamos que la muerte es tan natural como el vivir, sino porque sacralizar tal situación peculiar, no obedece a una cultura de, sino más bien a una incomprensión de lo que somos, es como sí festejásemos el día del cago, del meo, o de la menstruación, aduciendo que en el calendario tenemos que dedicar un día para reflexionar acerca de nuestros actos fisiológicos.