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Un Recuerdo Mentiroso o una fantasía real


En compañía de interminables mates, y de diferentes clases de chamamé, las casas humildes o ranchos, adornados con pancartas, carteles o banderas, nos recibían con grandeza y admiración a los visitantes. Yo, un regordete, en la preadolescencia, era tratado de Ud. por cientos de ancianos, con el rostro surcado y con la dignidad aniquilada, que simplemente eran llamados hombres de campo. En el medio del calor y de la llanura, asomaban pueblos fantasmas, que parecían olvidados, hasta por el mismísimo dios. De repente una mujer anciana, ataviada con una especie de delantal, me tomó de la mano. Su rostro denotaba un parecido, a la típica cara de las monjas de clausura. Vos vas a ser quién pueda, me hubo de decir al oído la señora.
Me levanté con ganas de orinar. Sin noción del tiempo, recordaba el sueño que había tenido. La boca pastosa y una picazón generalizada en todo el cuerpo me hubieron de acompañar al baño. Al culminar con la necesidad fisiológica, realicé una práctica no muy habitual. Me dirigí al espejo y me escruté larga y detenidamente. Saliendo del estado de soñolencia, intentaba rescatar los más mínimos detalles de las imágenes con las cuales había soñado. La mujer llevaba un pañuelo de color rojo. El chamamé que sonaba en esa ranchada era uno llamado Pedro Canoero. Yo llevaba puesta una remera blanca, de manga larga. Cuando la mujer me habló, me miraba fijamente a los ojos. Al concluir con el racconto pormenorizado, me dirigí a la pieza, en donde reposaba el reloj despertador y que oficiaba como vestidor. Los números rojos del aparato eran contundentes, cuatro y cinco. Hube de dar varias vueltas en la cama antes de conciliar el sueño. Lo último que pensé, antes de quedarme dormido, fue que tenía un rico material para llevarlo a la terapia. 
Me divertía contemplar a los transeúntes, sus peculiares características y la diversidad del género humano, que una simple calle denotaba a quien quisiera verlo. Se podía observar también, la cruenta y desigual, distribución de ingresos que nos otorgábamos como país. Una de las muestras más cabales de esto último, se percibía, de acuerdo al calzado de la gente. Los menos beneficiados por el estado-sanguijuela, caminaban las calles con zapatitos de goma, revestidos con un cuero barato, más semejante a la cuerina. En las mujeres los tacos del mismo material, daban una peor imagen, quizá, por el principio tan mentado de coquetería femenina.
No podía escaparme, por más que quisiera, de mis responsabilidades, de mis problemas, de mi hambruna, de lo que habría querido ser, lo que soñaba y no lo era, esa suerte de alma penitente triste, desechada, victimizadas.

Lo mejor, era recluirme en proyectos, en ideas, en propuestas, en fantasías incumplibles, que sólo me daban felicidad al pensarlas redactarlas, pero con eso me bastaba, para mi homeopática dosis de felicidad, indispensable para no suicidarme.
En este sentido la propuesta estaba direccionada para que las administraciones públicas, tanto provinciales como la nacional, adquieran trabajadores bajo concurso. Donde el valor  primordial se constituya en la capacitación y el mérito. Mi propia experiencia me hubo de otorgar la tragedia que significaba el toparme a diario con las formas del nepotismo y el amiguismo. Incapaces de hecho y de derecho, que jamás podrían pasar un simple examen de lecto-escritura, nadaban en la abundancia del caldo de cultivo de nuestros problemas, que se hacían carne en las oficinas y dependencias del estado.         
Dentro de esta política, para inculcar y generar una meritocracia, se desprendían varios proyectos en consonancia. Desde instaurar becas gratuitas para aquellos estudiantes medios que promediarán niveles de excelencia, pasando por menguar las presiones impositivas a los más cumplidores, llegando a la distinción por intermedio de la orden de la idoneidad a todos los que se destacaran en cualquier ámbito o rama en el fuero internacional. Claro que también establecería medidas de contrapeso, para aleccionar con reprimendas concretas a quienes no rindieran en sus estudios, proponiendo un pago voluntario, a los que evadieran o se distrajeran de sus obligaciones fiscales, aumentando la presión y los controles y tratando de que perdieran espacio en el ambiente público a los que solamente esgrimieran una cara bonita o una catarata de agresiones como oferta cultural a la ciudadanía.

Los fundamentos de la presente iniciativa tenían relación con muchísimas cosas, entre ellas las siguientes: El trabajo en la administración pública, semejaba a una universidad especializada en hechos de corrupción. Nadie asumía en un mejor cargo o puesto por currículum o por mérito. Los ascensos se daban por un rinde superlativo en pleitesía hacia los jefes o en la mera obsecuencia rayana con el esclavismo. Alguno, en calidad de mano derecha del político, podía ostentar un ambo de segunda marca italiana, lo cuál ya representaba que se encontraba en las proximidades del poder.

Cómo si fuera un sueño, un recuerdo del pasado, o un deseo del futuro, inalcanzable e imposible, sucedió lo siguiente no se si en mi cabeza, en un papel o en la realidad.

Todo se hubo de originar con la autoinculpación por parte de una ex secretaria de estado, aristocrática y glamorosa mujer, que privada de su libertad y ante la muerte reciente de su nonagenario e histórico padre, activó el ventilador, mediante una carta de lectores en un matutino nacional. Tras el explosivo suceso, tres o cuatro secretarios de ex ministros, habían salido, en una suerte de pequeña catarata de arrepentidos, a declarar en los tribunales y en los canales de televisión, como se repartían los billetes ensobrados. Lo que más impacto me produjo, fue la utilización que hubo de realizar un funcionario del banco nación. Este talentoso funcionario, devino en escritor y presentó un libro en donde, amparado en la ficción relataba, con valiosa descripción, para la causa no para la literatura, quiénes y cuanto se repartían en la bautizada segunda década infame. Esa situación, lo recuerdo con virulencia, me despertó una serie de sentimientos y de sensaciones. Obviamente su libro, cuyo nombre no recuerdo, se había agotado a los pocos días, y el hombre desfilaba, promocionando su pluma, por más que a nadie le interesara, en todos los micrófonos habidos y por haber.
El reparto de un dinero que según lo que se comentaba y lo que decían entre los mismísimos legisladores, formaba parte de una partida que se asignaba a los bloques políticos. Es decir que cada partido con representación parlamentaria, se organizaba ajustado a lo indicado por el reglamento de la cámara. Por tanto en estos cuerpos se elegían autoridades, se fijaban reuniones, para fijar la postura unificada que tendrían al tratar un tema en el recinto y por ende contaban con un dinero, debidamente asentado, para gastos varios que incluían desde almuerzos hasta papelería. Alguna vez un presidente del bloque del partido oficialista, había decidido repartir entre los miembros integrantes de este una suma que apenas llegaba a las cuatro cifras. Obviamente que se pedían facturas para descargar este reparto. En juntar los tickets, consistía el trabajo de los asesores o secretarios. Nadie o muy pocos de los que trabajaron en aquella época podían llegar a desconocer este manejo. Incluso a mí me parecía lo más normal del mundo.
Nadie podía decir que un determinado legislador, al hacer uso de esos fondos, para por ejemplo, llevar a cenar a un restaurante caro, a una determinada persona, para asesorarse sobre cuestiones de estado, no estaba realizando política. Claro que lo objetable sería la razón o la necesidad de gastar del erario público más de doscientos pesos por un vino en una comida. O la zona gris en donde se ingresaba, sí no decía abiertamente, que de este dinero extra, también podía hacer uso el legislador. Pero todo estaba en tela de juicio. La Justicia, los medios de comunicación, la supuesta honestidad con la cuál salían los supuestos arrepentidos. No eran tiempos en donde la claridad alumbrara en forma prístina.
Mucho menos para mí, que no podía discernir con claridad si se trataba de algo ficticio, de un recuerdo, sueño o deseo, por eso sólo me limite a escribirlo.