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El Huevo o la Serpiente, ¿de Pascua o de Pascal?


Recordaba a Pascal, pues había inmortalizado una frase en referencia a que el curso de la historia hubiera sido distinta, sí la faz de la nariz de Cleopatra hubiese sido diferente. Rodaba con plena libertad rememorando situaciones en las cuales de haber actuado diferente, las cosas se hubieran modificado. Un amor a primera vista, en tiempos adolescentes, la tierna y angelical figura de Andrea, la brasilera pernambucana que en su momento había logrado conquistarme, sin embargo, una serie de impedimentos me hubieron de silenciarme, de ocultarme y, por tanto, de alejarme. Traiciones de amigos, palabras ausentes, abrazos no otorgados, reconocimientos callados, acciones todas que llevaban la impronta de lo no ocurrido y que, por tanto, me veía en la obligación de transfigurarlos, de transformarlos, de hacerlos reales, por la fantasía, por el juego mental de imaginar un presente distinto, ante la ilusión de la modificación del pasado.
Es simplemente una circunstancia lo que alguien encuadrado en una normalidad psicológica puede anhelar cambiar, recriminar al dios respectivo que en vez de haber sido así, un pequeño detalle lo hubiera cambiado todo, base profunda si se quiere del famoso efecto mariposa, dado que no estaríamos encuadrados en esa normalidad al pretender algo radicalmente diferente a lo que somos, o por ejemplo haber nacido en otro siglo o bajo otra caracterización totalmente diversa a lo que nos toco.

Lo típico de cambiar, o de no vivir si se quiere es el padecer un fuerte dolor de muelas, recuerdo hace algún tiempo, esa sensación que hace estragos en uno, donde hasta es capaz de tantas cosas como para que cese.
El dolor de una muela arremetía contra mi cuerpo entero, vertía lágrimas de dolor, que mi pómulo derecho me las arrancaba sin contemplación. Sin obra social alguna, sin conocer médico alguno, y menos odontólogos, sin familiares, amigos o novia que pudieran sosegarme ante tanta desesperación, tomé la totalidad de mis ahorros  y partí en busca de alguna solución. Desamparado por una Ciudad dormida y atolondrado por un dolor inaguantable, pensé en arrojarme bajo las ruedas de algún automóvil, pero el instinto de conservación hubo de ser más fuerte y luego de un cierto tiempo me encontraba en un hospital público. Una larga cola de menesterosos me antecedía, muchas imágenes naufragaban en mi mente, desde el joven burgués, incapaz de padecer tal experiencia hasta los tiernos abrazos de cierta amada, pasando por las salidas con mis amigos y mis refutaciones a profesores universitarios. Momentos de mi pasado, no tan lejano, que parecía imposible que me hubieran conducido a tan nefasto presente, no tanto por el hecho del dolor, sino más bien por la desprotección, por la grandilocuente ausencia de mínimas condiciones de seguridad, por la sensación de ser un paria, un refugiado una persona carente de todo y devenida en un simple número, útil nada más que para macro estadísticas demográficas.
Lo peor de todo es que esa orfandad despierta otra sensación, como la de estar en un campo a cielo abierto, observando la vía láctea y saber que en tal y ante tal inmensidad, sobreviene tras un profundo dolor y el develamiento de la orfandad, la sensación de muerte, de una muerte del aquí y del allá o sea del fin de todo lo conocido para siempre y la inexistencia o imposibilidad de que exista algo más alla, no somos nada, ni siquiera un ruido capaz de mimetizarse con un rumiar de una vaca tuve la ligera sensación de que la vida comenzaba a esfumarse, de que escapaba a mis decisiones, dejándose llevar por la furia de las concatenadas circunstancias. Quizá, a tal efecto de causa consecuencia, algunos lo llamaban destino, impregnado de una finalidad buena, justa o bella. En mi caso, los acontecimientos, que mi existencia delineaba en forma terminante parecían conducirme al estiércol del delito y la marginalidad.
Me puse a pensar en las personas que aguardaban la vigilia de la muerte en una cama de hospital, en esos blancos pasillos que huelen a formol, en esos médicos que con el discurso armado comunican a los parientes que la vida del paciente esta en las manos de dios, en lo indigentes que todas las noches, en un sinnúmero de calles, hurgan en las bolsas de residuos en busca de un alimento en cualquier estado que pueda llegar a llenar esos estómagos vacíos, en esos jóvenes niños abusados y explotados que deben ocultar sus lágrimas pues de tanto dolor ya llegan a no sentir más, en esos ancianos que no sólo deben superar la angustia de la vejez si no que, además deben lidiar con la soledad y la indiferencia, en esos presidiarios que segundo a segundo se mantienen atentos por los peligros más inhumanos a los que están expuestos, en esos seres discriminados por su condición social, su color de piel, su culto religioso o su imagen estética.
El por que, esos por que me azotaban de niño y que aún lo siguen haciendo, de tan ridículas respuestas que por ello perdieron su formulación válidas como preguntas, esa tontería que es todo y nada a la vez, pero que nada tiene que ver con la intencionalidad ni de ser diferente, ni de molestar a nadie, es como sí echáramos la culpa a un tipo que vomito porque ensucio la calle.
El vomito de preguntas pseudo-ontológicas puede ser ofensivo para quiénes viven una vida que cuadra en la grilla de un programa de televisión, que felicidad más extrema debe ser vivir así. Me conforma pensar que una pascua podría ser perfecta tan sólo comiendo un huevo de chocolate, sin tener ningún dolor, y por sobre todo que resolver o intentar hacerlo un problema que tenga que ver con el pensamiento o la abstracción.  
Al menos le podemos adjudicar la responsabilidad de muchos de estos males a una serpiente que nos engaño en el edén, claro que esa serpiente provino de un huevo, y ahí se vuelve a reiniciar todo, por ello, mejor comer el huevo, sin pensar, casi sin sentir, agachando la cabeza, diciendo que sí, feliz como un amanuense.