Detesto saber que todo tiene que tener una explicación. Aborrezco de tal indagación permanente que hacemos de la realidad y que nos hacemos de nosotros mismos.
Transformar la realidad propia, modificar las circunstancias
condicionantes del inconsciente, a través de la conciencia, o
simplemente superar los obstáculos que uno mismo se pone para no
alcanzar los objetivos anhelados, debe ser por lejos, una de las metas
más harto complicadas de realizar. Incluso, cambiar el mundo,
revolucionar, con fines positivos a la sociedad en la cuál uno se
desempeña o deslizarse cada día en una comunidad mejor, puede resultar
una tarea sumamente sencilla.
Bastaría con un lápiz y un papel, cómo para imprimir con palabras los
deseos que podrían aparecer como ineluctables o inalcanzables. Es más
si uno se abstiene de la mentada salida, que quizá peque de romántica,
podría desandar la ruta de emigrar a otras ciudades, forjarse
microcosmos, donde imperen en forma parcial la abstracción, la
distracción o el divertimento y en definitiva poder entender, en toda
su dimensión, lo dificultoso que resulta el modificar algún aspecto
íntimo o que provenga de uno mismo y que atenta contra los propios
deseos o la propia realización.
Por más trillada que resulte la frase, el primer paso es reconocer el
problema, claro que no basta únicamente con ello. Cuando por esas
laberínticas razones, casi inexpugnables, los ojos se enturbian y
empiezan a percibir la realidad bajo una tonalidad renegrida, o cuando
los oídos aprecian los desafinados y exasperantes tonos de las
melodías más tristes y melancólicas, o cuando por las fosas nasales
ingresan los aromas más nauseabundos y horripilantes, dignos de un
lodazal putrefacto; todo se inicia, cuál perfecto círculo vicioso. El
misterioso comienzo no hesita ni se amilana y avanza con magnánima
fuerza para activar otros pasos que desembocaran en una percepción, de
uno mismo, tan desajustada como negativa.
Los sentidos reproducen equívocamente lo percibido, por la activación
en el cerebro de un mecanismo que se obstina en decodificar los
mensajes del exterior como señales negativas o directamente como
agresiones directas a la propia subjetividad. Por lo general, se suma
amablemente, la ansiedad, que impulsa a una falsa desesperación como
para cambiar lo que se da por cierto, pero que proviene de una fuente
errónea. Las percepciones negativas en compañía de la ansiedad, se
mezclan y buscan en forma frenética al dolor. A este por lo general se
lo consigue, al recordar, también con injusticia, hechos o sucesos
dramáticos o trágicos. Con estos letales elementos, en conjunto, se
dispara la destrucción (autodestrucción) de la estima (autoestima) que
fluye vía una fuerte crisis de llanto, el inicio de una depresión o un
nudo gordiano en la garganta.
Sin embargo, para no decaer en lo individual, quiénes poseen la
maldición de tener el concepto de lo colectivo, trasladan eso mismo,
cómo para intentar, además de cambiar uno, cambiar también el mundo,
el derredor.
Las terribles desigualdades, que amparaba el estado, entre un puñado
de ciudades privilegiadas y las no tan populosas, pero numerosas,
urbes del interior, sometidas a la pobreza y la indignación, más la
obscena y aberrante injusticia en la distribución de los ingresos, que
favorecía a un minúsculo patriciado, atiborrado de lujo y suntuosidad,
a expensas de las mayorías sufrientes y arropadas de necesidad e
insuficiencia, se encontraban, justificadas y protegidas por una
realidad de hecho, que se transformaba en tradición, pese a ser
claramente violatorias de las leyes fundamentales y principios
morales, que hubimos de jurar en nuestra fundación como nación. Esta
contundente e inaceptable realidad, había que asimilarla,
comprenderla, masticarla y procesarla, con profesional sesudez y con
una gélida grandeza. Nada se podía realizar, ningún tipo de cambio, o
de incipiente intento de modificación, sin el anterior, y costoso,
paso obligado. Uno no podía darse el lujo de actuar bajo irrefrenables
impulsos, o deseos imperiosos de inmediata transformación, porque no
existía margen alguno, para caer en la mera sed vengativa o en la
conducta del revanchismo. No sólo porque los cambios, de ninguna
naturaleza, ocurren de la noche a la mañana, sino también, dado que
agitar vanamente los ánimos, podía generar una respuesta
contraproducente.
Cuanta razón tenía aquél filósofo alemán que planteaba que la vida es
una continua pugna de voluntades que se combaten unas con otras, a los
fines de hacerse con el poder. Pensaba, con un dejo de profundidad, en
el tipo que había ingresado a la locura cuando abrazó un caballo.
Todo terminaba en un sueño, que comenzaba así : Era al mediodía, en un
anodino barrio de las afueras de la Ciudad de Corrientes. Estaba
vestido con un buzo blanco, que tenía impreso en la parte del pecho,
una marca de ropa internacional, que comenzaban a inundar nuestros
locales de vestimenta. El olor nauseabundo a letrina, que penetraba
todos los espacios de esa casilla de material, con piso de tierra, me
había quitado el apetito. De todas maneras, me tuve que sentar en la
mesa. Mi padre, estaba haciendo política y me había llevado para que
lo acompañara. Una señora gorda, con pelos cerdosos y uñas negras, con
una gran olla en la mano, me puso, sin consulta alguna, una porción de
carne con sopa o puchero. Los perros sarnosos, que se divertían con
mis piernas, se acercaban a la espera de un hueso.
Gracias, ya comí, fue mi respuesta. Alejé el plato rebosante de grasa,
bajo la mirada picaresca y risueña de los dueños de casa, y bajo la
oprobiosa y violenta mirada de mi padre.
Una vez dentro del auto, mi acción era duramente recriminada. No podés
despreciar lo que esa gente te brinda, por más que sea humilde, y no
sea rica la comida, hay que comer igual. Hube de dar un sinfín de
vueltas en la cama, observé el reloj, que en rojas letras, indicaba
que eran las ocho y veinte de la mañana.
En el mundo de lo onírico, de los sueños, como de las fantasías, de
los deseos, como la acción de los oportunistas y que reptan lugares de
casualidad, las cosas se forjan de un día para otro, sin embargo, en
el concreto, más cruel, de la realidad profunda, los cambios tanto
personales, y más aún sociales, llevan sus tiempos, sus procesos, no
son evidentes en lo parcial, pero sí existen, muchos, que en la
actualidad, son vistos como loquitos, llaneros solitarios,
petardistas, que están cambiando por dentro y con ello, en un tiempo
más, serán los protagonistas del cambio de afuera.
Cuando uno da muerte a algo, o a determinadas situaciones, se tiene que cumplir el rito de enterrar el muerto. En estos casos de entierros conceptuales, la ceremonia no es tan sencilla, como lo puede ser el rendir exequias o sepultar a un ser físico. Dar la despedida final a un comportamiento no adecuado, sea porque es nocivo, impulsado por extraños o patológico, requiere de una solemne madurez emocional. En caso de no poseer el talante que las condiciones exigen, y por tanto no enterrar en forma definitiva, un comportamiento o actitud correspondiente al pasado, invita en forma temeraria, al advenimiento de los fantasmas. Estos, que ni por asomo tienen una connotación ficticia como en las películas, arremeten, de tanto en tanto, en la psiquis de aquellos que se encuentran en pleno proceso de erradicación de comportamientos inadecuados. La peculiar característica de no poseer una entidad, íntegra o real, los convierte en personajes sumamente sorpresivos, que se aprovechan del estado de la cabeza de un sujeto, que no termina de sepultar sus actitudes patológicas.
condicionantes del inconsciente, a través de la conciencia, o
simplemente superar los obstáculos que uno mismo se pone para no
alcanzar los objetivos anhelados, debe ser por lejos, una de las metas
más harto complicadas de realizar. Incluso, cambiar el mundo,
revolucionar, con fines positivos a la sociedad en la cuál uno se
desempeña o deslizarse cada día en una comunidad mejor, puede resultar
una tarea sumamente sencilla.
Bastaría con un lápiz y un papel, cómo para imprimir con palabras los
deseos que podrían aparecer como ineluctables o inalcanzables. Es más
si uno se abstiene de la mentada salida, que quizá peque de romántica,
podría desandar la ruta de emigrar a otras ciudades, forjarse
microcosmos, donde imperen en forma parcial la abstracción, la
distracción o el divertimento y en definitiva poder entender, en toda
su dimensión, lo dificultoso que resulta el modificar algún aspecto
íntimo o que provenga de uno mismo y que atenta contra los propios
deseos o la propia realización.
Por más trillada que resulte la frase, el primer paso es reconocer el
problema, claro que no basta únicamente con ello. Cuando por esas
laberínticas razones, casi inexpugnables, los ojos se enturbian y
empiezan a percibir la realidad bajo una tonalidad renegrida, o cuando
los oídos aprecian los desafinados y exasperantes tonos de las
melodías más tristes y melancólicas, o cuando por las fosas nasales
ingresan los aromas más nauseabundos y horripilantes, dignos de un
lodazal putrefacto; todo se inicia, cuál perfecto círculo vicioso. El
misterioso comienzo no hesita ni se amilana y avanza con magnánima
fuerza para activar otros pasos que desembocaran en una percepción, de
uno mismo, tan desajustada como negativa.
Los sentidos reproducen equívocamente lo percibido, por la activación
en el cerebro de un mecanismo que se obstina en decodificar los
mensajes del exterior como señales negativas o directamente como
agresiones directas a la propia subjetividad. Por lo general, se suma
amablemente, la ansiedad, que impulsa a una falsa desesperación como
para cambiar lo que se da por cierto, pero que proviene de una fuente
errónea. Las percepciones negativas en compañía de la ansiedad, se
mezclan y buscan en forma frenética al dolor. A este por lo general se
lo consigue, al recordar, también con injusticia, hechos o sucesos
dramáticos o trágicos. Con estos letales elementos, en conjunto, se
dispara la destrucción (autodestrucción) de la estima (autoestima) que
fluye vía una fuerte crisis de llanto, el inicio de una depresión o un
nudo gordiano en la garganta.
Sin embargo, para no decaer en lo individual, quiénes poseen la
maldición de tener el concepto de lo colectivo, trasladan eso mismo,
cómo para intentar, además de cambiar uno, cambiar también el mundo,
el derredor.
Las terribles desigualdades, que amparaba el estado, entre un puñado
de ciudades privilegiadas y las no tan populosas, pero numerosas,
urbes del interior, sometidas a la pobreza y la indignación, más la
obscena y aberrante injusticia en la distribución de los ingresos, que
favorecía a un minúsculo patriciado, atiborrado de lujo y suntuosidad,
a expensas de las mayorías sufrientes y arropadas de necesidad e
insuficiencia, se encontraban, justificadas y protegidas por una
realidad de hecho, que se transformaba en tradición, pese a ser
claramente violatorias de las leyes fundamentales y principios
morales, que hubimos de jurar en nuestra fundación como nación. Esta
contundente e inaceptable realidad, había que asimilarla,
comprenderla, masticarla y procesarla, con profesional sesudez y con
una gélida grandeza. Nada se podía realizar, ningún tipo de cambio, o
de incipiente intento de modificación, sin el anterior, y costoso,
paso obligado. Uno no podía darse el lujo de actuar bajo irrefrenables
impulsos, o deseos imperiosos de inmediata transformación, porque no
existía margen alguno, para caer en la mera sed vengativa o en la
conducta del revanchismo. No sólo porque los cambios, de ninguna
naturaleza, ocurren de la noche a la mañana, sino también, dado que
agitar vanamente los ánimos, podía generar una respuesta
contraproducente.
Cuanta razón tenía aquél filósofo alemán que planteaba que la vida es
una continua pugna de voluntades que se combaten unas con otras, a los
fines de hacerse con el poder. Pensaba, con un dejo de profundidad, en
el tipo que había ingresado a la locura cuando abrazó un caballo.
Todo terminaba en un sueño, que comenzaba así : Era al mediodía, en un
anodino barrio de las afueras de la Ciudad de Corrientes. Estaba
vestido con un buzo blanco, que tenía impreso en la parte del pecho,
una marca de ropa internacional, que comenzaban a inundar nuestros
locales de vestimenta. El olor nauseabundo a letrina, que penetraba
todos los espacios de esa casilla de material, con piso de tierra, me
había quitado el apetito. De todas maneras, me tuve que sentar en la
mesa. Mi padre, estaba haciendo política y me había llevado para que
lo acompañara. Una señora gorda, con pelos cerdosos y uñas negras, con
una gran olla en la mano, me puso, sin consulta alguna, una porción de
carne con sopa o puchero. Los perros sarnosos, que se divertían con
mis piernas, se acercaban a la espera de un hueso.
Gracias, ya comí, fue mi respuesta. Alejé el plato rebosante de grasa,
bajo la mirada picaresca y risueña de los dueños de casa, y bajo la
oprobiosa y violenta mirada de mi padre.
Una vez dentro del auto, mi acción era duramente recriminada. No podés
despreciar lo que esa gente te brinda, por más que sea humilde, y no
sea rica la comida, hay que comer igual. Hube de dar un sinfín de
vueltas en la cama, observé el reloj, que en rojas letras, indicaba
que eran las ocho y veinte de la mañana.
En el mundo de lo onírico, de los sueños, como de las fantasías, de
los deseos, como la acción de los oportunistas y que reptan lugares de
casualidad, las cosas se forjan de un día para otro, sin embargo, en
el concreto, más cruel, de la realidad profunda, los cambios tanto
personales, y más aún sociales, llevan sus tiempos, sus procesos, no
son evidentes en lo parcial, pero sí existen, muchos, que en la
actualidad, son vistos como loquitos, llaneros solitarios,
petardistas, que están cambiando por dentro y con ello, en un tiempo
más, serán los protagonistas del cambio de afuera.
Cuando uno da muerte a algo, o a determinadas situaciones, se tiene que cumplir el rito de enterrar el muerto. En estos casos de entierros conceptuales, la ceremonia no es tan sencilla, como lo puede ser el rendir exequias o sepultar a un ser físico. Dar la despedida final a un comportamiento no adecuado, sea porque es nocivo, impulsado por extraños o patológico, requiere de una solemne madurez emocional. En caso de no poseer el talante que las condiciones exigen, y por tanto no enterrar en forma definitiva, un comportamiento o actitud correspondiente al pasado, invita en forma temeraria, al advenimiento de los fantasmas. Estos, que ni por asomo tienen una connotación ficticia como en las películas, arremeten, de tanto en tanto, en la psiquis de aquellos que se encuentran en pleno proceso de erradicación de comportamientos inadecuados. La peculiar característica de no poseer una entidad, íntegra o real, los convierte en personajes sumamente sorpresivos, que se aprovechan del estado de la cabeza de un sujeto, que no termina de sepultar sus actitudes patológicas.