¿Cambiar el mundo o cambiar tu realidad?
Transformar la realidad propia, modificar las circunstancias condicionantes del inconsciente, a través de la conciencia, o simplemente superar los obstáculos que uno mismo se pone para no alcanzar los objetivos anhelados, debe ser por lejos, una de las metas más harto complicadas de realizar. Incluso, cambiar el mundo, revolucionar, con fines positivos a la sociedad en la cuál uno se desempeña o deslizarse cada día en una comunidad mejor, puede resultar una tarea sumamente sencilla.
Bastaría con un lápiz y un papel, cómo para imprimir con palabras los deseos que podrían aparecer como ineluctables o inalcanzables. Es más si uno se abstiene de la mentada salida, que quizá peque de romántica, podría desandar la ruta de emigrar a otras ciudades, forjarse microcosmos, donde imperen en forma parcial la abstracción, la distracción o el divertimento y en definitiva poder entender, en toda su dimensión, lo dificultoso que resulta el modificar algún aspecto íntimo o que provenga de uno mismo y que atenta contra los propios deseos o la propia realización.
Por más trillada que resulte la frase, el primer paso es reconocer el problema, claro que no basta únicamente con ello. Cuando por esas laberínticas razones, casi inexpugnables, los ojos se enturbian y empiezan a percibir la realidad bajo una tonalidad renegrida, o cuando los oídos aprecian los desafinados y exasperantes tonos de las melodías más tristes y melancólicas, o cuando por las fosas nasales ingresan los aromas más nauseabundos y horripilantes, dignos de un lodazal putrefacto; todo se inicia, cuál perfecto círculo vicioso. El misterioso comienzo no hesita ni se amilana y avanza con magnánima fuerza para activar otros pasos que desembocaran en una percepción, de uno mismo, tan desajustada como negativa.
Los sentidos reproducen equívocamente lo percibido, por la activación en el cerebro de un mecanismo que se obstina en decodificar los mensajes del exterior como señales negativas o directamente como agresiones directas a la propia subjetividad. Por lo general, se suma amablemente, la ansiedad, que impulsa a una falsa desesperación como para cambiar lo que se da por cierto, pero que proviene de una fuente errónea. Las percepciones negativas en compañía de la ansiedad, se mezclan y buscan en forma frenética al dolor. A este por lo general se lo consigue, al recordar, también con injusticia, hechos o sucesos dramáticos o trágicos. Con estos letales elementos, en conjunto, se dispara la destrucción (autodestrucción) de la estima (autoestima) que fluye vía una fuerte crisis de llanto, el inicio de una depresión o un nudo gordiano en la garganta.
Sin embargo, para no decaer en lo individual, quiénes poseen la maldición de tener el concepto de lo colectivo, trasladan eso mismo, cómo para intentar, además de cambiar uno, cambiar también el mundo, el derredor.
Las terribles desigualdades, que amparaba el estado, entre un puñado de ciudades privilegiadas y las no tan populosas, pero numerosas, urbes del interior, sometidas a la pobreza y la indignación, más la obscena y aberrante injusticia en la distribución de los ingresos, que favorecía a un minúsculo patriciado, atiborrado de lujo y suntuosidad, a expensas de las mayorías sufrientes y arropadas de necesidad e insuficiencia, se encontraban, justificadas y protegidas por una realidad de hecho, que se transformaba en tradición, pese a ser claramente violatorias de las leyes fundamentales y principios morales, que hubimos de jurar en nuestra fundación como nación. Esta contundente e inaceptable realidad, había que asimilarla, comprenderla, masticarla y procesarla, con profesional sesudez y con una gélida grandeza. Nada se podía realizar, ningún tipo de cambio, o de incipiente intento de modificación, sin el anterior, y costoso, paso obligado. Uno no podía darse el lujo de actuar bajo irrefrenables impulsos, o deseos imperiosos de inmediata transformación, porque no existía margen alguno, para caer en la mera sed vengativa o en la conducta del revanchismo. No sólo porque los cambios, de ninguna naturaleza, ocurren de la noche a la mañana, sino también, dado que agitar vanamente los ánimos, podía generar una respuesta contraproducente.
Cuanta razón tenía aquél filósofo alemán que planteaba que la vida es una continua pugna de voluntades que se combaten unas con otras, a los fines de hacerse con el poder. Pensaba, con un dejo de profundidad, en el tipo que había ingresado a la locura cuando abrazó un caballo.
Todo terminaba en un sueño, que comenzaba así : Era al mediodía, en un anodino barrio de las afueras de la Ciudad de Corrientes. Estaba vestido con un buzo blanco, que tenía impreso en la parte del pecho, una marca de ropa internacional, que comenzaban a inundar nuestros locales de vestimenta. El olor nauseabundo a letrina, que penetraba todos los espacios de esa casilla de material, con piso de tierra, me había quitado el apetito. De todas maneras, me tuve que sentar en la mesa. Mi padre, estaba haciendo política y me había llevado para que lo acompañara. Una señora gorda, con pelos cerdosos y uñas negras, con una gran olla en la mano, me puso, sin consulta alguna, una porción de carne con sopa o puchero. Los perros sarnosos, que se divertían con mis piernas, se acercaban a la espera de un hueso.
Gracias, ya comí, fue mi respuesta. Alejé el plato rebosante de grasa, bajo la mirada picaresca y risueña de los dueños de casa, y bajo la oprobiosa y violenta mirada de mi padre.
Una vez dentro del auto, mi acción era duramente recriminada. No podés despreciar lo que esa gente te brinda, por más que sea humilde, y no sea rica la comida, hay que comer igual. Hube de dar un sinfín de vueltas en la cama, observé el reloj, que en rojas letras, indicaba que eran las ocho y veinte de la mañana.
En el mundo de lo onírico, de los sueños, como de las fantasías, de los deseos, como la acción de los oportunistas y que reptan lugares de casualidad, las cosas se forjan de un día para otro, sin embargo, en el concreto, más cruel, de la realidad profunda, los cambios tanto personales, y más aún sociales, llevan sus tiempos, sus procesos, no son evidentes en lo parcial, pero sí existen, muchos, que en la actualidad, son vistos como loquitos, llaneros solitarios, petardistas, que están cambiando por dentro y con ello, en un tiempo más, serán los protagonistas del cambio de afuera.
Transformar la realidad propia, modificar las circunstancias condicionantes del inconsciente, a través de la conciencia, o simplemente superar los obstáculos que uno mismo se pone para no alcanzar los objetivos anhelados, debe ser por lejos, una de las metas más harto complicadas de realizar. Incluso, cambiar el mundo, revolucionar, con fines positivos a la sociedad en la cuál uno se desempeña o deslizarse cada día en una comunidad mejor, puede resultar una tarea sumamente sencilla.
Bastaría con un lápiz y un papel, cómo para imprimir con palabras los deseos que podrían aparecer como ineluctables o inalcanzables. Es más si uno se abstiene de la mentada salida, que quizá peque de romántica, podría desandar la ruta de emigrar a otras ciudades, forjarse microcosmos, donde imperen en forma parcial la abstracción, la distracción o el divertimento y en definitiva poder entender, en toda su dimensión, lo dificultoso que resulta el modificar algún aspecto íntimo o que provenga de uno mismo y que atenta contra los propios deseos o la propia realización.
Por más trillada que resulte la frase, el primer paso es reconocer el problema, claro que no basta únicamente con ello. Cuando por esas laberínticas razones, casi inexpugnables, los ojos se enturbian y empiezan a percibir la realidad bajo una tonalidad renegrida, o cuando los oídos aprecian los desafinados y exasperantes tonos de las melodías más tristes y melancólicas, o cuando por las fosas nasales ingresan los aromas más nauseabundos y horripilantes, dignos de un lodazal putrefacto; todo se inicia, cuál perfecto círculo vicioso. El misterioso comienzo no hesita ni se amilana y avanza con magnánima fuerza para activar otros pasos que desembocaran en una percepción, de uno mismo, tan desajustada como negativa.
Los sentidos reproducen equívocamente lo percibido, por la activación en el cerebro de un mecanismo que se obstina en decodificar los mensajes del exterior como señales negativas o directamente como agresiones directas a la propia subjetividad. Por lo general, se suma amablemente, la ansiedad, que impulsa a una falsa desesperación como para cambiar lo que se da por cierto, pero que proviene de una fuente errónea. Las percepciones negativas en compañía de la ansiedad, se mezclan y buscan en forma frenética al dolor. A este por lo general se lo consigue, al recordar, también con injusticia, hechos o sucesos dramáticos o trágicos. Con estos letales elementos, en conjunto, se dispara la destrucción (autodestrucción) de la estima (autoestima) que fluye vía una fuerte crisis de llanto, el inicio de una depresión o un nudo gordiano en la garganta.
Sin embargo, para no decaer en lo individual, quiénes poseen la maldición de tener el concepto de lo colectivo, trasladan eso mismo, cómo para intentar, además de cambiar uno, cambiar también el mundo, el derredor.
Las terribles desigualdades, que amparaba el estado, entre un puñado de ciudades privilegiadas y las no tan populosas, pero numerosas, urbes del interior, sometidas a la pobreza y la indignación, más la obscena y aberrante injusticia en la distribución de los ingresos, que favorecía a un minúsculo patriciado, atiborrado de lujo y suntuosidad, a expensas de las mayorías sufrientes y arropadas de necesidad e insuficiencia, se encontraban, justificadas y protegidas por una realidad de hecho, que se transformaba en tradición, pese a ser claramente violatorias de las leyes fundamentales y principios morales, que hubimos de jurar en nuestra fundación como nación. Esta contundente e inaceptable realidad, había que asimilarla, comprenderla, masticarla y procesarla, con profesional sesudez y con una gélida grandeza. Nada se podía realizar, ningún tipo de cambio, o de incipiente intento de modificación, sin el anterior, y costoso, paso obligado. Uno no podía darse el lujo de actuar bajo irrefrenables impulsos, o deseos imperiosos de inmediata transformación, porque no existía margen alguno, para caer en la mera sed vengativa o en la conducta del revanchismo. No sólo porque los cambios, de ninguna naturaleza, ocurren de la noche a la mañana, sino también, dado que agitar vanamente los ánimos, podía generar una respuesta contraproducente.
Cuanta razón tenía aquél filósofo alemán que planteaba que la vida es una continua pugna de voluntades que se combaten unas con otras, a los fines de hacerse con el poder. Pensaba, con un dejo de profundidad, en el tipo que había ingresado a la locura cuando abrazó un caballo.
Todo terminaba en un sueño, que comenzaba así : Era al mediodía, en un anodino barrio de las afueras de la Ciudad de Corrientes. Estaba vestido con un buzo blanco, que tenía impreso en la parte del pecho, una marca de ropa internacional, que comenzaban a inundar nuestros locales de vestimenta. El olor nauseabundo a letrina, que penetraba todos los espacios de esa casilla de material, con piso de tierra, me había quitado el apetito. De todas maneras, me tuve que sentar en la mesa. Mi padre, estaba haciendo política y me había llevado para que lo acompañara. Una señora gorda, con pelos cerdosos y uñas negras, con una gran olla en la mano, me puso, sin consulta alguna, una porción de carne con sopa o puchero. Los perros sarnosos, que se divertían con mis piernas, se acercaban a la espera de un hueso.
Gracias, ya comí, fue mi respuesta. Alejé el plato rebosante de grasa, bajo la mirada picaresca y risueña de los dueños de casa, y bajo la oprobiosa y violenta mirada de mi padre.
Una vez dentro del auto, mi acción era duramente recriminada. No podés despreciar lo que esa gente te brinda, por más que sea humilde, y no sea rica la comida, hay que comer igual. Hube de dar un sinfín de vueltas en la cama, observé el reloj, que en rojas letras, indicaba que eran las ocho y veinte de la mañana.
En el mundo de lo onírico, de los sueños, como de las fantasías, de los deseos, como la acción de los oportunistas y que reptan lugares de casualidad, las cosas se forjan de un día para otro, sin embargo, en el concreto, más cruel, de la realidad profunda, los cambios tanto personales, y más aún sociales, llevan sus tiempos, sus procesos, no son evidentes en lo parcial, pero sí existen, muchos, que en la actualidad, son vistos como loquitos, llaneros solitarios, petardistas, que están cambiando por dentro y con ello, en un tiempo más, serán los protagonistas del cambio de afuera.