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Se necesita un golpe de Timón

Las convicciones políticas y la militancia impresa en días y días que se transforman en años, no se modifican por una decisión antojadiza o por una frase despectiva lanzada al boleo, sin embargo tampoco deja de ser cierto que el pragmatismo de la política muchas veces nos impulsa a estar en una vereda por horror a estar en la otra. Luego del urnazo que metimos en octubre, creo que somos muchos los que agotamos nuestras expectativas y le pusimos un plazo; diciembre de 2015.
Viene pesando más aquello de que Amado provenga de donde proviene, mientras muchos seguimos en el mismo lugar, en el barro peronista que nos hace morochos, embarrados y con olor a transpiración en la piel. Son demasiados días y lugares los ocupados por sectores bendecidos por la herencia que no contagian, sino que al contrario generan rechazo, son demasiados errores, tácticos y estratégicos en tan poco tiempo. Lamentablemente somos cada día más los que nos damos cuenta de esta sintonía, de este cambio de horizonte o de rumbo que no nos tiene contemplados, o al menos, no como lo pensamos, lo imaginamos y lo sentimos desde nuestro corazón peronista. Como diría ella, y nunca lo hubiera pensado él, demasiado concheto de barrio norte o puerto madero, demasiado aburguesamiento en las primeras líneas o quizá la falta o la ausencia del compañero.
Nos reservamos el derecho de que nos dejen sorprender y den o dé el golpe de timón necesario, aquél que se pego en la crisis del campo, cuando le pusimos el pecho los convencidos y de bajo, para sostener a más de un pelotudo que hoy se cree de paladar negro y que en aquel entonces cortaba rutas en una Hilux.

Sin mediar o no en la razonabilidad del paro, el siguiente es mi homenaje a los que trabajan cuatro horas por día y tienen tres meses de vacaciones, con el siguiente cuento corto intitulado “Lecciones de Vida”.

Por un segundo se sintió mayor, lo más asombroso era que ni siquiera era parecido a su padre. No llevaba el delantal que lo delatara como médico, tenía un overol, reinaba en su taller mecánico.

-¡Haber Gómez Miranda, cuente a toda la clase la diferencia entre una célula procariota y otra eucariota.¡

La pregunta, en tono intimidatorio, alejó del mundo imaginario a Fabricio, todos sus compañeros lo miraban, un silencio sepulcral, imponía un clima espeso, que se cortaba con una pluma.


Pensó en ser sincero, inmediatamente se le ocurrió una muy buena excusa, sin embargo, débilmente, musitó:

-Las células son tan diferentes como el motor de un Ford comparado con un Fiat.



La clase estalló en una risa nerviosa, que fue vertida al unísono, tal como si fuera un coro demoníaco.

¡Silencio, Silencio, Silencio. El último de la tríada, fue pronunciado, más lenta y severamente. La profesora, pese a su firmeza, tuvo que reprimir una risa interna, que le brotó íntimamente, ante la irreverente respuesta de su alumno.

Caía el sol otoñal, la sala de docentes derrochaba un aroma a fresas y lavanda, producto de los esfuerzos de Mary, la señora de limpieza. Las blancas paredes del lugar, no desentonaban con los guardapolvos que descansaban en el perchero. Una mancha de tinta, en uno de los bolsillos, símil a una lunar, sin embargo, se transformaba en la excepción de la regla.

La puerta se abrió, entraron Emilce y Gladis. La primera se hubo de sentar en el sillón más mullido y alto, era la preceptora. Gladis, optó por permanecer parada, tenía ganas de fumar, sí bien hace tiempo había dejado el hábito, sus nervios no le permitían alcanzar la calma.

Hay que amonestarlo, de alguna manera tiene que aprender, yo estoy cansada de advertirle, de habarle bien. Además fácilmente consigue la complicidad del resto del alumnado y después de eso, es muy difícil, volver con la normalidad de la clase.

Finalmente lo pudo decir, sin que su crispación le jugara una mala pasada, temía por algún fallido, o por introducir alguna palabra inadecuada, esas que tan habitualmente usaba cuando conversaba con su hermana.

Mira Gladis, en la reunión del consejo que hicimos hace poco, yo dije claramente, cada docente es responsable de su aula. Comente, incluso lo que me había dicho el supervisor del Ministerio. “Nada de expulsiones o de sanciones fuertes, ya terminó esa política educativa”.

Una gota de transpiración, amenazaba con descorrer el maquillaje de Emilce, que más allá de su ceño fruncido, al citar a su superior, tuvo que padecer un escalofrío, que misteriosamente le recorrió el cuerpo.


Ludmila se sobresaltó al escuchar el timbre del recreo. Tomó rápidamente su mochila, y de un bolsillo interno, saco, sigilosamente, el atado de cigarrillos. Yamila, la miró y río de manera cómplice. En segundos, ambas estaban en el baño.

Los sanitarios no estaban limpios, huellas de zapatillas, que dejaban surcos negros, más los cestos de basura, abarrotados de papeles, contribuían en grado sumo a la suciedad.



El humo empezaba a ganar lugar, en ese preciso instante, apareció Mary, con un balde azul y diversos productos de limpieza.

-¡Chicas, sí no lo apagan ahora, llamo a la preceptora¡. Tal como si fueran sus hijas, a la Señora de limpieza, antes de lanzar la frase, se le comprimió el pecho, al notar que las púberes se hacían daño con la nicotina.

-No porfi, porfi no digas nada, se van a enterar nuestros viejos. Ludmila y Yamila, casi abrazaban a Mary, clamando piedad.

Peor va a ser que no aprendan ahora, y que se den cuenta de lo mal que hacen, cuando sea demasiado tarde. Afirmó, con la mirada en alto, la señora de limpieza, que recordó su primer embarazo, cuando no era más que una adolescente, producto del primer hervor hormonal, y de la ignorancia de no saber, que tras la relación, podía concebir un hijo.

Ludmila, pensó en sacar de su bolsillo un billete de cinco pesos y ofrecérselo a la Señora de limpieza, para que no delatara la fechoría que estaba llevando a cabo junto a su amiga. Sin embargo, al observar el rostro y al escuchar el tono maternal, con el que Mary se hubo de dirigir a ellas, desistió de la idea y optó por agachar la cabeza y salir del sanitario.

Yamila había pensado en responder agresivamente a la Señora de limpieza, en definitiva no era más que una simple empleada, como las muchas que trabajaban en su casa, de condición humilde, que nada tenía que enseñarle a ella, por más que sus acciones pudieran ser recriminables. Sin embargo, al observar la actitud de Ludmila, que emprendía de manera culposa y obediente la retirada, se convenció de que su actitud no sería ni compartida ni conveniente en tal momento. Mordiéndose los labios, tiró el cigarrillo a medio comenzar en el bidé y salió tras su amiga.

Febo asomaba, no era un día más para el colegio, para la ciudadanía, sin embargo, el calendario sólo marcaba la víspera de un feriado. Se entonaban las estrofas del himno, la bandera, a lo alto del mástil, ondeaba caprichosamente por los designios del viento. Una estela de nubes, brindaban un blanquecino color al firmamento. Elevándose los acordes, provenientes de las jóvenes y no tan jóvenes gargantas allí reunidas, sólo perturbadas por voces bajas, de cuchicheo, de ciertos irreverentes, que se sumaban a las revoloteos de pájaros que en todo y en nada, tenían que ver con la marcha de la historia. La tiza descansaba, en los lustrosos pisos de las aulas, los verdes pizarrones, a medio borrar, se aprestaban a seguir recibiendo, garabatos incomprensibles para la madera, pero indispensables para el alumnado. Fabricio, no olvidaría aquel día. Décadas después, en su consultorio clínico, de tanto en tanto, recordaba el momento preciso en el cuál se hubo de enamorar, de su mujer y madre de sus hijos. Pese a que tal acontecimiento fortuito, de conocer a su amada en la escuela, no era más que un azaroso designio, muy dentro suyo, sabía que muchas otras cosas, que no dependían de la suerte, le debía a la institución, que en la adolescencia, tantos actos de rebeldía le hubo de despertar. A Emilce le sobraba el tiempo, más allá de que tenía que cuidar celosamente, la delicada salud de su anciana madre, el vasto campo de provincia, en donde se encontraba afincada, le devolvía una y otra vez, caprichosamente, a los días de su vida en que había oficiado de directora de su amada escuela. Los rostros de Gladis, Mary, el profesor de música, que siempre llegaba tarde, la de matemáticas, que terminaba, cinco minutos antes sus lecciones, y demás educandos que hubieron de pasar por su vida profesional, le recreaban, permanentemente, la etapa profesional de su vida, en donde había sido enteramente feliz. Para lidiar, con los dolores, la incomodidad y el sufrimiento, que a diario le tenía que mitigar a su enfermiza madre, los recuerdos, de toda naturaleza que convivían con Emilce, le permitían sobrellevar, la magnánima tarea que la vida le había impuesto en tal momento. Ella precisamente, que durante tantos años, hubo de aleccionar, sin que le aleccionaran, ahora a la distancia, aprendía, una dura, pero esencial lección. Corregía, mentalmente, todas las equivocaciones en las que hubo de incurrir, en sus largos años de directora, y día a día se preparaba con la esperanza de regresar, con mayor amor para entregar, y con una sabiduría más sedimentada para ofrecer.


Ludmila no lo pensó dos veces, cuando la reconoció, inmediatamente, a través de esa mirada desafiante, le ofreció que se quedará en su casa unos días, hasta que ordenara sus pensamientos. A Yamila, las cosas no le habían salido tan bien en su recorrido por la vida. La amistad que hubo de cultivar en la escuela, le ofrecía una oportunidad para recomponerse de tantos golpes.



Lloró largamente al ver a Ludmila, sus recuerdos se agolpaban unos tras otros, se emocionó al escuchar la mano que le tendía su amiga, se tranquilizó al saber que tenía un lugar, que no todo estaba perdido. Se sentó en el cómodo sillón de tres piezas, pidió un vaso de agua, y eligió no encender un cigarrillo, pese a los nervios. Sí bien, no recordó a Mary, la señora de limpieza, no fumó porque el living, otorgaba un cálido y protector aroma a jazmines.

La escuela número 32, del tradicional barrio de la ciudad, precisaba que pintaran su fachada, si bien hace tiempo que figuraba en los planes de altos funcionarios, realizar la tarea, todavía la misma, por motivos desconocidos, no podía llevarse a cabo.

En una de las más descuidadas aulas, uno de los tantos alumnos que celebraban el fin de curso, había dejado escrito, sobre la pizarra blanca, con marcador negro la siguiente frase: “ No quiero darte las gracias, porque aún me resta aprender, espero algún día sentirlo, y volver, no sólo a verte, sino también a escribir, cuanto me has dejado de enseñanza, en este largo camino de vivir”.

Mary, pese a su ancianidad, seguía con su labor, más allá de que ese fuera su último año en la institución. Al entrar en el aula, con todos los productos de limpieza, dispuesta a dejar todo impecable, se detuvo para leer la frase escrita en la pizarra. En un primer momento, pensó que era un insulto o una declaración de amor más, la vida y la escuela, la sorprendieron con tal sentencia. A Mary, se le escapó una lágrima, sintió que algo había aprendido, pese a su avanzada edad. Decidió no borrar la frase, para que los alumnos del año entrante, fueran recibidos con semejante expresión.