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"Que el poder judicial deje de fallar"



Debemos interpelar a las autoridades constituidas y legitimadas por el voto popular, a que en un plazo perentorio de 30 días corridos puedan informar a la población el grado o nivel de funcionamiento que le adjudican al poder judicial estableciendo para ello las categorías de: buen funcionamiento, regular funcionamiento y mal funcionamiento.


Solicitar a las mismas que argumenten o profundicen la argumentación por haber brindado tal categorización al funcionamiento del poder judicial, entendiendo que éste busca una noción de justicia sintetizada en la máxima de Domicio Ulpiano de dar a cada quién lo que le corresponde.

 

Exigir a todos y cada uno de los miembros del poder judicial que puedan realizar el “giro democrático” renunciando para ello, a las prerrogativas o rémoras pre-republicanas que los posicionan en un sitial por encima del plano ciudadano, haciendo uso y abuso de privilegios insidiosos que percuden el tejido social.


Recomendar en este mismo sentido, que en caso de no ser una respuesta de cuerpo, se constituyan en acciones individuales por parte de integrantes del poder judicial que entiendan y comprendan que la democracia también llegó a tal poder instituido. Para ello se podrán acoger al retiro o la jubilación en la edad indicada, pagar las tasas, impuestos y contribuciones sin excepcionalidad y por sobre todo ajustar sus haberes en relación a la cantidad de casos específicos y concretos que tratan, resuelven o sobre los que dictaminan.


Plantear un desarrollo de un marco teórico de la noción de justicia, tanto en sus límites o fronteras con otros conceptos lindantes como venganza y resarcimiento, e indagar a ultranza a los efectos de sí finalmente la justicia cómo poder constituído puede, y en tal caso, debe, permanecer, independiente o sin el influjo de los otros poderes o incluso de las mayorías que se constituyen circunstancialmente y sin traducción la representación clásica.


Recomendar en la actual dinámica del poder judicial, los institutos de: revocatoria popular de magistrados (previa demostración de mal ejercicio) otorgamiento final (luego de los procesos de preselección) de las magistraturas por intermediación del azar o sorteo y plebiscito no vinculante ciudadano para determinar cada cierto tiempo (dos o cuatro años) el funcionamiento integral del judicial como poder del estado al servicio de la población en arreglo o acuerdo a una noción de justicia puesta en práctica en los términos de un aquí y ahora dados.  



A lo largo y a lo ancho de Occidente, desde que el principio de inocencia, se sostiene, casi caprichosa y capciosamente, para el funcionariado político que accede a tal condición por lo electoral, nos despertamos con las noticias acerca de denuncias, de idas y marchas, judiciales sobre tal o cual presidente, legislador, gobernador, intendente, concejal o cualquier tipo de figura política, que asumiendo un rol en el manejo de la cosa pública, se aprovechó, abusando y vejando, la legitimidad de la representación, que siempre y por definición es crítica, para lograr una ventaja personal, que casi siempre se corresponde con una acumulación de bienes materiales o el provecho puntual y específico para obtener un goce que puede ser espiritual pero obtenido mediante la vulneración a la confianza pública que se le ha depositado, para que sea fiel a finalidades colectivas y no facciosas o personales.


Arrecian tanto en las redacciones de medios de comunicación, tradicionales como en redes sociales, los datos, más o menos cercanos con una verdad, siempre a probar, y que nunca alcanzará en tiempo y forma a dictaminar justicia, tanto sobre el acusado, como para el colectivo afectado; sus representantes. En el mejor de los casos, las fuerzas políticas, que se turnan por cabalgar o comandar estas denuncias de “hechos de corrupción” como lo llaman o sindican, inocente o cómplicemente, redactan algún que otro proyecto, para que en caso de ser probado el acto de corrupción los bienes sustraídos, vuelvan al erario público.

Como si fuese un capricho del destino, y por más que nos obstinemos a no creer en clases, se esfuerzan para que las pensemos como tales. La radical importancia de lo sustraído no es el bien, por más que este se valúe en cientos de millones. Lo que se roba un político habiendo accedido por voto popular a su función es cierta confianza pública, horadando, percudiendo, con su malandrismo, al sistema democrático mismo, de allí que establezcamos la tipificación de este delito como democraticidio.

Queda al margen la discusión sí el hombre de estado, tiene que predicar con el ejemplo, y hacer de su vida un testimonio, por intermedio de sus acciones, y por tanto, gran parte de su vida privada, es precedente de su comportamiento público. Queda afuera también la aporía sí el poder corrompe (una persona honesta, se convierte en lo contrario al acceder) o sí el poder devela (alguien que se queda con 10 centavos de un vuelto mal otorgado, es un corrupto en potencia con intenciones de desfalcar al estado). Nos ajustamos a la realidad, todo puede ser, hasta que en el ámbito público, no se desate un escándalo, no importa sí el que accedió es pederasta o criminal, sí fuera de modo contrario, al menos se debería hacer un test de personalidad a los funcionarios. Lo gravoso de este derrotero, es que no es únicamente, lo lesivo, la producción del escándalo, sino lo que se genera luego o para decirlo más claramente, lo que se viene generando, con la sucesión de escándalos de nuestros políticos, a lo largo y ancho de Occidente, habiendo birlado la confianza pública, vejándola, para obtener pingües posicionamientos sectoriales, beneficios espirituales o materiales.

¿No cree acaso usted que el descreimiento hacia lo democrático está vinculado directamente con los actos de corrupción, que se transmitieron en vivo en los diferentes medios de comunicación, casi desde el momento mismo de producido, o desde la denuncia, hasta el estado de no justicia, de no cierre, o de sospecha permanente que casi siempre quedó en el éter, cuando un político fue juzgado?


¿Y quiénes o cómo se eligen a los magistrados? Antes de la forma republicana, el poder incuestionable del rey, que dimanaba de autoridades incluso celestiales o superiores no permitía duda alguna de designar o emplazar a los magistrados. Allí nace la figura del "defensor del pueblo" tan inúltil por simplemente hacer una copia de tal institución en naciones sin haber tenido experiencias monárquicas. 


Debiera constituirse la figura del defensor ante la magistratura que tuviera como principio que de esa "familia judicial" o la constitución de la misma, no tenga familiaridad o vínculo con hombres y mujeres actuantes en la política o que hayan tenido experiencias en los poderes legislativo o representativo. Ninguna hija de alguien que haya sido, legislador y que alcance el cargo de juez, podría contar con una legitimidad democrática o republicana que accedió a tal lugar por otra cosa que no sea por las artes de su padre, o que tenga, incluso muerto o extinto este, una carta o manuscrito que así lo detalle y que se pueda dar a conocer a la opinión pública en un momento dado, por citar un ejemplo.  


Quien invoca algo que rompe el estado de normalidad, debe probarlo («affirmanti incumbit probatio»: ‘a quien afirma, incumbe la prueba’). Básicamente, lo que se quiere decir con este aforismo es que la carga o el trabajo de probar un enunciado debe recaer en aquel que rompe el estado de normalidad (el que afirma poseer una nueva verdad sobre un tema).En la academia, el onus probandi significa que quien realiza una afirmación, tanto positiva («Existen los extraterrestres») como negativa («No existen los extraterrestres»), posee la responsabilidad de probar lo dicho. Entre los métodos para probar un negativo, se encuentran la regla de inferencia lógica modus tollendo tollens («que es la base de la falsación en el método científico») y la reducción al absurdo.

¿Acaso, por más que sea lamentablemente, no es normal es decir lo probado, lo sospechado, lo que se cree (¿no es esto el verdadero sentido de lo justo, lo que se cree?) en relación a que un político nos roba o se aprovecha para su beneficio de su condición de tal y lo anormal, que se maneje honestamente y no se aproveche, lo anormal y lo que debería ser probado?.

Como pudimos comprobar, el mismo principio de Onus probandi, es el que podría sostener también la modificación que sostenemos. Lo que se ha modificado es la circunstancia de la política que pasó de ser un concepto para gobernarnos a un modo de sobrevivir.

Todos y esto sí es universal, somos responsables, de hacia dónde estamos dirigiendo al mundo, por tanto nunca señalamos lecturas clasistas, el político, que puede ser cualquiera de nosotros, arriba a su condición de tal, no por su expectativa de conducción colectiva, de su vocación por el bien superior, o su aspiración al bronce de la historia o su poder de abstracción. El político quiere acceder a una posición de tal, para primero cambiar su realidad personal. Sí esto no lo terminamos de asumir, terminaremos con la democracia y caeremos en el escalón más bajo de una lucha de todos contra todos, en los reinados y reductos de la violencia como última o primera razón.


“– Es fama -dijo – que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.– Eres muy crédulo- dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.” (Borges, J.L “La rosa de Paracelso”)

“La confianza solo es posible en un estado medio entre saber y no saber. Confianza significa: a pesar del no saber en relación con el otro, construir una relación positivas con él. La confianza hace posible acciones a pesar de la falta de saber. Si lo sé todo de antemano, sobra la confianza. La transparencia es un estado en el que se elimina todo no saber. Donde domina la transparencia, no se da ningún espacio para la confianza” (Chul Han, B. “La sociedad de la transparencia”. Herder. Barcelona.2013. pág., 91).

“Las prácticas políticamente correctas exigen transparencia y renuncian a ambigüedades, con el fin de garantizar la mayor libertad e igualdad contractual que sea posible, de modo que ruede en vacío el tradicional nimbo retórico y emocional de la seducción” ( Illouz, E. “Porque duele el amor. Una explicación sociológica. Katz. 2012. pág., 345) 

En la necesidad de evidencias, aún no hemos acusado recibo del escándalo Sokal que demostró (cómo si hubiese sido necesario y posible asir lo imposible de determinar) que la estructura determina y condiciona la dinámica. Los límites del lenguaje, son el reconocimiento palmario que no tenemos mucho más que expresar lo que hace tanto.

No arribaremos, ni arribamos a lugar alguno. Fugar de nuestra finitud, es el fantasma mayor que construye nuestra psiquis para hacer lo soportable lo cotidiano. En la arquitectura de la angustia, moldeamos el curso y decurso de palabras para que sean validadas por esos otros en el arbitrio de un me gusta, de una manito con pulgar arriba o de una aceptación vía referato ciego. 

La verdad instituida no es ni más ni menos que la preponderante en un circuito de poder que delimita reglas de juego no del todo claras como tampoco absolutamente difusas. 

Lo evidente como condición necesaria de la transparencia y su suficiencia, impone un dispositivo en donde el resultante es la tarea del aquí y ahora. Nos transformamos, por acción u omisión en un algoritmo que dirá cuánto hemos acumulado en un contante y sonante que siempre nos será excesivo y por sobre todo, nos excederá. 


El común democrático, como conjunto de valores defendido y dimanado de los representados y gobernados hacia los representantes y gobernantes, no debe ser impuesto como verdad incontrastable, como sendero único o alternativa superior, sacra o divinizada. 

No necesitamos el derrotero de la prueba constante, el persistente proceso procedimental en el que estamos absortos desde hace tiempo, cuál ave de luz en un túnel oscuro. Así cómo no hubo discípulo para Paracelso en el cuento de Borges, tampoco habrá salida a la sociedad de control desde las letras, que distorsionan las estructuras y dispositivos, propuestas por el filósofo surcoreano, convertido por su nación de adopción y directivos editoriales, en una de las tantas sirenas a las que no escuchará el Ulises actual en que nos hemos transformado. 

El viaje como destino y la meta interdicta, sometida a consideración de los viajantes, en tal amarra encontraremos paz y templanza para discernir entre lo posible y lo imposible, entre lo conveniente e inconveniente, más allá de mentiras y verdades que no son más que dos humores distintos de un mismo cuerpo con necesidad de expresarse. 


Regresamos a la cita de Hegel, cuando determinadamente expresa que la justicia es el gobierno del pueblo, allí es en donde la política debe actuar, explícita y profusamente. La falsa independencia, que se le hubo de arrancar, a Montesquieu en una de sus vaguedades teóricas, debe ser puesta en cuestión. Debemos ajusticiar el concepto de que lo justo, puede ser patrimonio, de seres angelados, de semidioses griegos, los jueces, que, bajo la discreción, fallan, sin tener reparos, siquiera en esa supuesta ley que los ordena.


Definir lo justo, es la cuestión central y sideral, en que el poder político, debe concentrarse para que el pueblo, pueda tener una experiencia semejante, o cercana, a tener que ver, con que plantee sus intereses reales, y no dejar que les sigan engañando, bajo la mentira perversa de lo representativo.

Ufanarnos de nuestras faltas de falta, de nuestra nulidad de carencia, nos conmina en la profundidad ciega de lo incierto. En tal vacío intolerable, debemos demostrarnos, sin embargo, lo contrario. La palabra como posibilidad de conceptos, como intención de comunicación, crea el absurdo de que creamos sin ver ni de ninguna otra percepción que provenga de los sentidos. Precisamente en el sinsentido de los vocablos, de los signos, nace la significación, se entrelazan, disputan, aparean y replican los significantes. 

Nace la elucubración de lo ente, las representaciones de lo que somos y de lo que pudimos ser. Entendiendo el origen de nuestros deseos limitados, las verdades subjetivas, que nos sujetan y nos hacen sujetos, jamás podrían ser absolutas, eternas e inmutables. Tampoco lo otro, su opuesto, el relativismo desenfrenado que siquiera nos posibilita que nos entendamos. En tal anarquía donde se consuma la individuación, prevalece la disposición darwiniana de la supervivencia del más apto. 

Por tanto, aquí ofrecemos, sin más razones que las expuestas que las que expusimos y que seguiremos exponiendo, sin menos que otras tantas que se validan en recintos en donde el saber normativo, se regula bajo pautas de distribución de recursos, de grados académicos o de investiduras que pretenden vestir la desnudez primigenia de lo humano, un pliegue, una perspectiva, una posibilidad, que pueda ser considera para una construcción de mayoría ciudadana, siempre circunstancial como abierta al ensamble de críticas que se le puedan y deban realizar. 


“El error de prohibición es aquel que recae sobre el conocimiento del carácter injusto del acto, sobre su comprensión o sobre la intensidad de la ilicitud. En tal situación, el autor tiene la convicción del obrar legítimamente, sea porque considere que la acción no está prohibida, porque ignore la existencia del tipo legal (ignorancia de la ley), porque dé a una causa justificación o un alcance que no tiene o porque juzgue que concurre una causal de justificación que la ley no consagra o finalmente porque se considere legitimado para actuar” (Gomez L., J. O. Teoría del Delito. Bogota D.C. pág 125.  Ediciones Doctrina y Ley Ltda. 2003).


Cada uno de nosotros en nuestra condición de soberanos, al escindirnos de lo colectivo, para individualmente sufragar y suscribir con ello el contrato social y político en contexto denominado democrático, incurrimos, recurrentemente en un error de prohibición invencible. 


“Se llama error de prohibición al que recae sobre la comprensión de la antijuridicidad de la conducta. Cuando es invencible, es decir, cuando con la debida diligencia el sujeto no hubiese podido comprender la antijuridicidad de su injusto, tiene el efecto de eliminar la culpabilidad” (E. R. Zaffaroni. Manual de Derecho Penal. Parte General, pág. 543. Edit. Ediar 1999).


No se nos puede imputar a ninguna sociedad en general ni individuos en particular, lo que venimos ungiendo como gobernantes o representantes en las diversas aldeas bajo el significante de lo democrático. 


En lo que se denomina “sesgo de posibilidad” nos sujetamos a nuestro fantasma (en clave psicoanalítica) para soportar la realidad esquiva e incierta que nos propone el reflejo de nuestra fragilidad. Queremos creer, nos terminamos convenciendo que lo hacemos porque lo deseamos y porque no nos queda otra, en las nuevas-viejas ilusiones de los que nos proponen gobernarnos y representarnos mejor. 


Sí aceptaremos el desafío que nos propone Nassim Taleb, desarrollaremos la posibilidad de fortalecernos por todas aquellas cosas que no pensamos que nos podrían ocurrir y que tienen más chances de que finalmente ocurran, dado que la realidad no se construye (y mucho menos una colectiva) por profecías auto-cumplidas. Es decir, nada ocurrirá por simplemente pensarlo o desearlo, básicamente porque los humanos somos contradictorios y ambivalentes por definición y constitución. Precisamente esta esencia indeterminada que nos sujeta a la égida de lo incierto, es lo que no podemos tolerar y para ello nos construimos los placebos de tolerancia, las pactos imposibles y los cotos de caza o zonas de confort que jamás serán tales, pero imperiosamente necesitamos creerlas o intuirlas de tal manera. 


Contradictoriamente, como no podía ser de otra manera, consagramos la validez o la invalidez de los actos, mediante la positividad del derecho y lo normativo. 


Es decir, sabemos que nada de lo que nos ocurre (de nacer hasta morir) tiene explicación o sentido lato ni universal, pero en el interregno de nuestras vidas, nos pretendemos manejar bajo lo que estaría bien o mal. Un ordenamiento taxativo, necesario, tal vez imprescindible, pero no justificado, teleológicamente, imposible de sostenerlo con argumentos. 


Tendríamos que estar habilitados a penar a las mayorías que votaron a gobiernos que resultaron perjudiciales para el total de los ciudadanos. Sin embargo, las mismas mayorías circunstanciales, alegarían la figura del error de prohibición invencible. 


Es decir, todos los que votamos alguna vez y seguramente, los que lo harán, tendrán encima de sí la posibilidad, sagrada de elegir mal o la peor de las opciones para gobiernos o representaciones. 


En caso de tener en claro, que el sistema democrático, no sólo no es el mejor de los posibles (desterrar este adagio nos permitirá pensar y más luego construir teóricamente para proponerlo en la práctica, sistemas mejores) sino que además propone no que elijamos a los mejores representantes o gobernantes, sino a los que menos daño nos podrán causar. 

Para los dirigentes políticos, asumir esta gran responsabilidad, los hará más criteriosos y virtuosos. 

En vez de proponernos como lo vienen haciendo, soluciones mágicas o fórmulas narcóticas, que terminan en un espiral de decepción que socava en grado sumo y progresivamente al sistema democrático, debieran pensar en estar a la vanguardia y reconocer que harán todo lo posible por dañar lo menos posible en la imposibilidad que representa el manejar todas las variables del fenómeno humano y ponerle la etiqueta de lo bueno, lo bello y lo justo. 

En caso de pretender una sociedad más democrática, el mejor sendero para ello es reconocer las faltas, las carencias, las imposibilidades y el reducido margen de acción que tenemos para actuar u obrar. En tales fugas, mientras menos daño hagamos (o nos hagamos) será más que suficiente. 

De lo contrario tendríamos (es decir sí creemos que podemos saberlo o conocerlo todo o en el afán de tal manejar el caos en vez de surfearlo) que estar penados, imputados, los que alguna vez votamos mal a representantes o gobernantes que terminaron siendo perjudiciales a las mayorías. 

La energía positiva o emocionalidad no es excluyente, la podemos y necesitamos tener, pero no bajo condición de ilusión, sino de esperanza, es decir a sabiendas que las situaciones no serán en calidad de una perfección inexistente, sino en la posibilidad de que nos haremos el menor de los daños posibles, que seguramente deba ser el más asequible y altruista fin de todo gobierno y representación. 

El pueblo, la ciudadanía, cuando pretenda, hacerse con el poder, debe ir por definir el sentido de lo justo o de la justicia, antes que elegir diputados o gobernantes, el votante, sea a través del voto o como fuese, debe elegir su forma (con jueces o de otra manera) de cómo, los intereses y las prioridades, se definen en relación al colectivo del que es parte, al contrato que lo tiene sujeto y que en letra chica y diminuta, siempre suscribe la palabra última, en donde se establece, finalmente, quiénes o quién, determinara lo que corresponde o no, y en este último caso, las penalidades que le corresponderían a los infractores o victimarios, como sustrato de lo político o de la máxima expresión del poder.


Por Francisco Tomás González Cabañas.-