¿Será justicia?
Esta frase conceptual que se usa
en los escritos jurídicos, en el ámbito del poder judicial, cómo el trato que
se le dispensa al magistrado (en alguna oportunidad Majestad, como a Dios o al
emperador, o su señoría) no son meros usos y costumbres de vago o rancio
protocolo. Son elementos simbólicos que disciplinan a las instituciones y con
ello a la comunidad, para que no observemos que las vendas que dicen tapiar la
observancia de la justicia, para que sea ecuánime en sus veredictos, no es más
que en verdad, un relato parcial, atestado de inequidades que provienen de una
petición de principios o falacia de origen. ¿Qué es justicia? Es el título de
uno de los autores, más estudiados y valorados por el corpus jurídico, Hans
Kelsen, quién no sólo que no respondió, pidiendo expresas disculpas en su texto
por no hacerlo, la pregunta que dio origen al libro, sino que además ensayo una
tibia respuesta, ensimismada de conceptos relativos y de imposibilidades de
note corte Kantiano, usando a Platón y a la historia de Jesús de Nazaret como
para convencer al lector que la pretensión de justicia es la principal
aspiración del ser humano. Paradójico que aquellos que trabajan en administrar
justicia, es decir dentro del ámbito del poder judicial, sostengan que
garantizan tal justicia, al ponerla antes de la firma como uso en sus escritos,
teniendo a uno de sus principales teóricos que se pregunta precisamente qué es
justicia, sin lograr, responder tal cuestión, por lo que se disculpa,
garabateando un ensayo de respuesta relativa.
El supuesto diálogo, entre Poncio
Pilato y Jesús de Nazaret, le sirve a Kelsen, para graficar que el hijo de
Dios, por más que hubiera de responder que estaba allí para dar testimonio de
la verdad, y al ser inquirido, específicamente acerca de que es la verdad, no
hubo de responder nada, exige de tal manera al hecho citado que, finaliza la
referencia, preguntándose, algo que considera aún más importante qué la verdad,
ni más ni menos ¿ Qué es la justicia?.
Sus referencias conceptuales se
plasman renglón seguido, cuando menciona a Platón y a Kant, forzando
textualmente al primero, párrafos después, estableciendo que su teoría de las
ideas, era en verdad una búsqueda para responder de qué se trataba la justicia
(a diferencia de la mayoría de las consideraciones del pensamiento platónico
que lo ubican como un predecesor de la metafísica o de la filosofía política).
De hecho, considera, en lo que podría
ser una obsesión teórica, lo primordial en el ser humano, en una conversión
entre semántica y conceptual, acerca de la búsqueda de la justicia, cómo en
verdad o en profundidad la búsqueda de la felicidad.
La lucidez de Kelsen, sin embargo, se percibe
cuando deja desarrollar, sin el presidio de las referencias sus apreciaciones
acerca de lo que está preguntando. Probablemente la frase primordial de su
trabajo sea: “De no haber intereses en conflicto, no hay tampoco necesidad de
justicia”. A continuación, y bajo el resplandor de lo mejor de sí, afirma acerca de la posibilidad de discernir lo
justo; “Problema que no puede resolverse mediante el conocimiento racional”.
Luego de esto, da rienda suelta a su construcción de sentido relativo de lo
justo, en una suerte de interdependencia con la cuestión democrática. Es más
podríamos agregar, que Kelsen al diseñar la estructura de su teoría pura de
derecho, apunta a prescindir de todo el laberinto accesorio en que décadas
luego termino de convertirse en Occidente, el poder judicial, en el supuesto
afán de buscar o implementar justicia (Una de sus ideas más notables fue la de
originariamente proponer un cuerpo de jueces que no provengan del poder
judicial). Nos detendremos en este punto, como para preguntar en esta
instancia, algo que consideramos revelador para esa pregunta de la justicia en
sí.
Sí nosotros iniciásemos un texto
que se proponga lo ulterior de la noción de lo justo y acudiésemos para ello, a
una referencia religiosa, y encontráramos en el culto Yoruba, tendríamos que
acudir a su Orixa, Xangó vinculado a la justicia: “Reafirma claramente la
imagen de poder que es siempre asociada a su figura. Es reconocido
principalmente por su credibilidad, siendo sus decisiones consideraras
tradicionalmente acertadas y sabias. Decide sobre el bien y el mal; posee la
capacidad de inspirar la aceptación incontestable de sus decisiones, tanto por
su poder represivo como por su rectitud y honestidad casi inquebrantable. Es el
Orixa del rayo y del trueno. Místicamente, el rayo es una de sus armas, que
envía como castigo, nunca impensado o arrebatado. Es un Orixa, temido y
respetado. El pai Xango castiga a los ladrones, malhechores y mentirosos, su
Justicia y Rectitud es lo que caracteriza a esta entidad” (http://orixaxango.galeon.com)
A diferencia de lo citado por
Kelsen, el Jesús de Nazaret que culturalmente está muy vinculado al platonismo,
sobre todo desde la similitud creacional del diálogo el Timeo y el Génesis de
la Biblia, en donde la justicia, siempre está en un más allá, al que el propio
Jesús apuesta (no haciendo intervenir a su padre todopoderoso, tolerando su
injusta pena, y reafirmando el sentido de ejemplaridad de hacerle conocer a los
cristianos de la existencia del otro mundo en donde la justicia divina sería un
hecho) y de la cuál Kelsen, volverá en su obra fundamental de la Teoría pura
del derecho, en la búsqueda de la norma hipotética fundamental, para validar el
derecho, llegando hasta la instancia del derecho internacional (que se sitúa en
la cúspide de su pirámide del derecho) se puede inferir, precisamente que
renuncia a un absolutismo como para definir justicia, no sólo por carecer de
elementos, como lo expresa, reflejando su Kantismo, sino porque en verdad, consideraba que la justicia
en su sentido cabal, solo podría existir en otro plano, no terrenal, como el
anunciado, y por el que muere, Jesús de Nazaret, a quién, Kelsen, cita no
casualmente en su introducción.
No sería descabellado pensar, que en el ámbito
del poder judicial, sin que por ello no citemos a otros autores, como por
ejemplo: “La noción de justicia sugiere a todos inevitablemente la idea de una
cierta igualdad. Desde Platón y Aristóteles, pasando por Santo Tomás, hasta los
juristas, moralistas y filósofos contemporáneos, todo el mundo está de acuerdo
en' este punto. La idea de justicia consiste en una cierta aplicación de la
idea de igualdad” (Perelman, Ch. “De la Justicia”. Pág. 23. Centro de Estudios
Filosóficos. UNAM. 1964) la concepción de justicia, judeo-cristiana, desde lo
filosófico, implica una imposibilidad de llevar a cabo, materialmente la
justicia, de traducir aquella noción, difusa o variable, en una cuestión
asequible, real, efectiva.
Cuando, en los escritos
judiciales, es decir lo que luego se transformaran en expedientes, esa
traducibilidad en los hechos, de lo que hablan los teóricos citados, como los
muchos más aquí no citamos por la necesidad de una economía de las palabras
(sabemos sobre todo que en los medios de comunicación, la posibilidad de
publicación de artículos son inversamente proporcionales a la cantidad de
caracteres que posea) de la pretensión de justicia, de la búsqueda real de la
misma o de la implementación, rubricando sobre el epíteto de que será justicia,
es en verdad, la manifestación que la misma no será en este plano, en este
tiempo, sino en aquel, en donde reposa esa pretensión de justicia, que aquí
sólo existe como ensayo, como excusa, como pretensión facciosa, de quiénes
hacen de tal posibilidad su fuente de recursos y de poder concreto y fáctico,
dando por sentado, de esta manera, cuál es la razón de ser del poder judicial.
De lo contrario, no sería sindicado como poder, ni tampoco, hubiera sido
propuesto como contrapeso de las otras instituciones del estado.
Esta es la razón, por la que
citamos la noción de justicia en otra religión o cultura (como tantas otras),
que no esconden, ocultan, o disfrazan su relación con la penalidad, con el
castigo, con la interacción entre lo humano
y lo divino y por sobre todo, con su resultante o con los premios y
castigos que de los comportamientos se desprendan. La relación del poder, no
está maquillada, representada o verbalizada, en las cosmovisiones que se
escaparon del dominio occidental, pese a los intentos de sometimiento continúo
de este. Mientras más a flor de piel, estén visibilizados los trazos de esta
vinculación, de esta relación, que nunca ha dejado de ser un choque de dos
espadas, que produce la luz o la chispa del conocimiento como lo expresa Nietzsche
citado por Foucault en “La verdad y las formas jurídicas”, nunca podremos
abandonar esa noción en donde esperamos la vida o la muerte de un dios, que
directamente o por intermedio de un poder, nos dé la gracia de la
justicia.
Nosotros sin embargo, sabemos que
no sabemos lo que es justicia, pero aun así expresamos, en escritos formales,
pretenderla, instauramos un poder judicial, como un elemento de poder, y no de
búsqueda de justicia, pero, perversamente,
decimos lo contrario. Se acopian los libros, los tratados, para explicar
sí la noción de justicia, se correspondería con una ciencia que la determine,
sólo con un método, una teoría pura, una dogmática o una hermenéutica, y en
este ejercicio bizantino, aquel que posee un conflicto, y que pretende que se
lo salde, o lo que es peor, quién es víctima de una fuerza superior (llámese
estado) que profundiza o genera su desigualdad, quedará esperando, una
respuesta de una entidad que nace como factor de poder, no con la finalidad, ni
de compensar, ni de saldar, absolutamente nada.
Será justicia el día que vayamos
por ella, entendiendo que la manera ni
la forma es actuando directamente o por mano propia, pero tampoco, esperando el
designio, la evaluación de una Majestad que nos responda, cómo, cuándo y dónde, por haber observados nuestros qué,
porqués y para qué.
No democrático,
faccioso, impopular e incuestionable: El poder judicial.
El poder de juzgar no debe confiarse a un tribunal, sino ser ejercido
por personas sacadas del cuerpo del pueblo en ciertas épocas del año y de la
manera que prescribe la ley, para formar un tribunal que sólo dure el tiempo
que exija la necesidad. De tal manera, la facultad de juzgar, tan terrible
entre los hombres, no hallándose vinculada en ningún estado ni profesión, viene
a ser, por decirlo así, invisible y nula. No se tiene delante continuamente a
los jueces; se teme a la magistratura y no a los magistrados” (Montesquieu, “El
espíritu de las leyes”.)
En tal obra, se establece la necesidad
política, en verdad de la libertad, habla el autor, determinándose la división
de poderes. Sí bien, afirma “De los tres poderes de que hemos hablado, el de
juzgar es en cierta manera nulo. No quedan, por tanto, más que dos” el poder
judicial le debe a Montesquieu, su
razón de ser y su peculiar característica que viene adquiriendo de tal entonces
de ser prácticamente incuestionable, a nivel teórico o académico.
Si alguien tuviese la posibilidad
de repasar las tesis o los congresos en las diferentes facultades de
humanidades, que traten acerca del poder judicial, a diferencia de los que
versan sobre los restantes poderes, no habría dudas de que aquel es el menos
observado, tratado y por ende, criticado o cuestionado. Posiblemente el autor
del “Espíritu de las leyes” haya
prestado un gran servicio para ello también al relatar las formas en que desde Roma se administraba la justicia,
propiciando con ello, que desde la formación en derecho se estudie el derecho
romano, como el fundamento mismo, desde donde continúa el extraño privilegio de
quiénes se dedican a las leyes (académicamente) de tener la posibilidad de
formar (en sus jerarquías) parte de un poder del estado, del que no pueden
formar parte nadie que no tenga credenciales académicas acreditadas en este
saber. Esta característica, sumamente facciosa y controversial, es sin embargo,
muy poco cuestionada o visibilizada, a nivel teórico, práctico o mediático, nos
hemos acostumbrado, extrañamente, a que la conformación de un poder del estado,
el judicial, sea bajo principios, paradojalmente, injustos.
Montesquieu, al hablar del espíritu de las leyes, narra no solo los
aspectos históricos, tipificando los casos en una cuestionable trilogía de la
politología, de la república, la monarquía y el despotismo, sino en sus razones
físicas, en donde plantea, excentricidades antropológicas cómo la que formula
al expresar que en los lugares de temperaturas más frías los ciudadanos son más
afectos a cumplir la ley que en las zonas en donde el calor apremia. Pero en
donde está haciendo germinar, la perversión que apoya aquél apoderamiento por
parte de los facultados en derecho de un poder del estado, es en dotar de
espíritu a las leyes, desde su propio título y habilitar la exegesis, la
hermenéutica y la interpretación de construcciones que son afirmativas,
apofánticas. Es extraño que aquí tampoco, se haya cuestionado desde la lógica
formal al menos, que se pueda realizar
esto mismo. Sí las oraciones que afirman o niegan algo, en un contexto positivo
cómo el del derecho, pueden, ameritan y se propician como de interpretaciones
interminables, entonces estamos perdidos. Tan perdidos, como en verdad lo
estamos, y lo señalan todos los estudios de opinión pública en las distintas
comunidades de occidente, en relación a la poca credibilidad que posee el poder
judicial o lo poco que se corresponde con un servicio que brinde o garantice
justicia. Este poder, que insistimos, ha sido tomado por una facción de la
sociedad, a contrario sensu, incluso de quiénes en parte han propiciado esto
mismo (citamos a Montesquieu también cuando afirma que la posibilidad de juzgar
reside en la selección circunstancial de ciudadanos no atados a profesión) se
fue forjando, en razón de esta perversión capital que se hacen de los juicios
lógicos. Este laberinto, de supuestas interpretaciones de interpretaciones ,
que llevan a apelaciones y a la generación de más tribunales que supuestamente
discuten, bizantinamente, abstracciones inentendibles de procedimiento, no
hacen más que dilatar el pronunciamiento de la justicia, pagando onerosos
sueldos a funcionarios judiciales para que den vueltas semánticas o
procedimentales, para justificar los ingresos, dimanados de ciudadanos a
quiénes se les priva del servicio de justicia que les corresponde.
Las interpretaciones de la ley,
las exegesis ad infinitum y las exposiciones catedráticas acerca de lo que
quiso expresar el legislador (es decir quién construyo la ley, que el judicial
sólo tiene que aplicar) debería estar acotado al campo literario, filosófico,
de competencia o de interés para quiénes así lo deseen y manifiesten. Sin
embargo, en uso y abuso del supuesto espíritu de la ley (ya lo expresamos
cuando Montesquieu se puso a pensar
sobre el contexto, escribió que la ley se cumple más en los lugares donde hace
frío…) se consolidó esta burocracia judicial, este laberinto de expedientes, de
papelerío absurdo, de perspectivas, de
marchas y contramarchas, de manifestaciones irresolutas, que al único lugar que
nos hacen arriba es al axioma planteado por Séneca: Nada se parece tanto
a la injusticia como la justicia tardía. Claro que esta justicia tardía,
conviene a la facción que administra justicia, pues, en sus prerrogativas
simbólicas, además del trato de Majestad, como en los tiempos imperiales, la
mayoría de los jerarcas del poder judicial gozan de prerrogativas como el no
pago de impuestos, la no obligatoriedad de jubilación y el cobro de sueldos u
honorarios que siempre son sideralmente superiores que los que puede percibir
un maestro o educador (lo ponemos como referencia, pues el propio Montesquieu
en la misma obra dedica un capítulo aparte para dar cuenta de la necesidad,
sobre todo en las repúblicas de la educación de los ciudadanos: “En el gobierno republicano es donde se
necesita de todo el poder de la educación”).
Tal vez la disolución del poder
judicial sea un camino. Sin embargo, la existencia de conflictividades entre
ciudadanos y los ciudadanos y el estado, continuaría existiendo, por tanto el
sendero tendría más razón de ser, sí lo dotamos de una institucionalidad
republicana, que se corresponda con la realidad y no simplemente con una
argumentación proveniente de una vieja teoría de división de poderes, enmarcada
en la necesidad de aquel entonces, por la revolución planteado por los
descubrimientos de Newton,
principalmente su teoría gravitacional. Esta suerte de necesidad de que los
“astros estén alineados” (usado en la actualidad por diferentes comunidades
para expresar vulgarmente, que todo este ordenado como debe estar o como nosotros
creemos que debería estar) generó la posibilidad, que a nivel político, las
compensaciones estén alineadas en una tríada, destacando la importancia ritual
y simbólico del tres en la cultura occidental, desde la concepción del padre,
la madre y el hijo y luego sus ritualizaciones en el campo religioso.
Nuestro contexto físico
(recordemos cómo afecto a las ciencias humanas también el contexto de la teoría
de la relatividad de Einstein) se
corresponde con los tiempos de las partículas elementales, el principio de
indeterminación o de incertidumbre de Heisenberg. No por ser autorreferenciales,
pero sí para rotular nuestro trabajo y dedicación de años, no hace mucho dimos
a publicar el ensayo de filosofía “La
democracia incierta”, señalando, como la gran mayoría de colegas y hombres
dedicados a la cultura y la política, nuestra atención a los poderes
legislativo y ejecutivo, para mejorar con las críticas y los aportes dimanados
nuestra institucionalidad. Sin embargo, creemos que sólo lo lograremos sí analizamos,
redefinimos y revocamos determinados aspectos del poder intocable,
incuestionable, o inobservable; el judicial.
Sin que lo disolvamos, pero
reconociendo, como Montesquieu, que
es el más prescindible, deberíamos empezar a modificarlo en su constitución, en
su conformación, más no así, todavía, en su funcionamiento en general. Por
supuesto que eliminar la consideración procedimental, espirituosa e
interpretativa de las leyes que generan la argucia para estar presos del
laberinto y recovecos en donde se duermen los expedientes o las causas, a la
espera de un dictamen, será un objetivo central, pero no por ello, tendremos
razón sí es que eliminamos la posibilidad de que alguien tenga el derecho a
realizar una denuncia contra el estado o contra un par, por considerar
lesionado un derecho o que alguien falta a su deber.
Montesquieu, también afirmó, razonablemente, que el eje rector de
una república, era el principio de la virtud. Principio que, obviamente no se
cumple, en casi ninguna comunidad occidental y mucho menos en el ámbito o el
poder judicial. Que las más altas magistraturas, sean ocupadas por quiénes, no
solamente conozcan de derecho, sino de otras actividades (insistimos la letra
de la ley, desde la perspectiva del judicial, debe ser juzgada, no interpretada
o analizada) bajo la condición de que sean notables en sus desempeños (logros o
distingos académicos o en sus trabajos, en sus emprendimientos, bajo logros
reconocibles) podría funcionar tanto como cierta democratización en tal foro.
Posiblemente no elegir, como otros cargos, a los jueces, pero sí que sean parte
de aquellos que ya conformaron el ejecutivo o el legislativo (esto generaría
que quiénes están en los anteriores poderes no se quieran perpetrar en ellos y ofrezcan su conocimiento
anterior en elaborar o promulgar leyes, para luego juzgarlas) o generar el
consejo de notables en donde no sólo participen los matriculados en derecho, sería
un avance, en todo sentido, no sólo a nivel judicial, sino institucional.
Por supuesto que esto no es más
que unos prolegómenos, un introito, acerca de la funcionalidad, la razón de ser
y la necesidad de cambiar nuestra institucionalidad, a partir de la perspectiva
poco veces ensayada, del poder judicial. Pretende ser un acto de justicia para Montesquieu, a quién leyeron para su
provechoso pero no pensaron a partir de él, tal como lo expresó en su obra del
que se desprende el artículo: “Quisiera indagar cuál es la distribución de los
poderes públicos en todos los gobiernos moderados que conocemos, y calcular por
ello el grado de libertad de que puede gozar cada uno. Pero no siempre conviene
agotar tanto un asunto que no se deje ningún campo a las meditaciones del
lector. No se trata de hacer leer, sino de hacer pensar”