Yo estuve ahí, sí en ese infierno, del que pensaba alguna vez
salir. Los horizontes están ocluidos. Las lágrimas, en vez de rodar, ascienden,
pavorosamente a su vertedero. Ninguna acción producirá ruptura. Las fronteras
están disueltas. En el marasmo de sensaciones, el aquelarre de los tiempos
difuminados, siquiera brinda norte alguno. Tempestad eterna. El absurdo es la
vana razón de una esperanza, avergonzada, que ante tanto dolor, se apiada de la
expectativa y desaparece.
La sobredimensión del sentido, lo entendible y razonable en
su máxima expresión. Eso era, es y será todo. Lo accesorio seguirá a lo
principal. Era obvio, luego de tanta intensidad.
¿Y vos crees que me puede importar lo que vos opinas? Mi
doctrina es tu temor, tu queja constante y reprimida. Tus pesadillas, tu enajenación
que no puede ser disuelta ni por tus adicciones ni por los químicos, menos aún
por la acumulación de material.
Que ruin pretensión, esa gloria etérea de conversar, tal vez
discutir, o hermanarte, con aquellos que reposan en una biblioteca, cincelados,
sus nombres también en el vacuo bronce de la historia.
Esta retahíla de palabras, son lo único que sostienen al
autor con su textualidad. Cada uno de nosotros tiene varias textualidades que
conforman su existencia. Algunas son más preponderantes que otras. En verdad,
oscilan, se van tensando, en un juego vertiginoso.
Existen momentos en los que uno está vivenciando la eternidad
de su finitud, los hechos son secundarios, siempre. Además que en verdad son
interpretaciones, o variaciones, modificaciones de lo sustancioso.
No podemos asumir que nunca acabará, que nunca acabamos, que
en la pretenciosa pulsión de eternizar el goce, banalizamos el pasaje al acto,
disolvemos esa divisoria fronteriza. Vivimos en el acto puro, del deseo
cumplido que ya sabe que no en vano volverá a pretender, algo que de todas
maneras alcanzará.
Ni el útero es un diván, ni dios es papa. Una eyaculación se
transforma en semántica. El miedo al símbolo invoca a la disciplina, al régimen
de la autoridad. No cumplir, transgredir, con solo pensar, genera culpa, que
somete a la violencia instintiva de ser puramente acto.
Cuando entendamos, desde la fosa barrosa, en el horroroso
muladar, de una angustia profunda, que debemos hacer en verdad, el camino
inverso. Del acto al pasaje. No al revés, como indican los libros que
inventaron nuestras histerias.
Enloqueceremos sanando, privándonos del doble rasero de una
humanidad que se excita inhumanamente en sus contradicciones más profundas.
Cuando descubramos que no tiene parangón el placer
masturbatorio, como regreso del acto, desistiendo de dar alumbramiento a una
vida, por jugos coitales mezclados, posiblemente tengamos derecho a decir que
vale la pena vivir.
Si no llegamos a entender que la muerte, es el no cese de los
acontecimientos, la conciencia en su variación, nunca tendremos posibilidad de
temerle realmente.
Nos da miedo la intuición incomprobable que esto seguirá ad
infinitum.
Hacerse cargo de la vida no es nada sencillo, por ello nos
enfocamos y nos cegamos ante la vacuidad insostenible de esa muerte, de ese
suicidio del pensamiento de creer que no depende de nosotros. La primera y la
última eyaculación, son iguales, idénticas. Las diferencias, a las que nos
aferramos nos brindan la multiplicidad de creernos, individuos y diferenciados.
Intempestivamente encuentro
que no hay voluntad, menos razón o pretensión en estas palabras vertidas a lo
comunicacional. Tal vez sean la manifestación de la tempestad de la que
imaginamos siempre escapar, o de la que creemos guarecernos, pese a tener la
frente empapada, tanto de agua, como de sudor temerario y de esas sales que
humedecerán el vertedero de donde saldrán nuestros sucesores, siempre en la
misma posición, en la misma condición.