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Carta a mi abuelo Alfredo o acerca de la inmortalidad.

Ahora entiendo que era yo el que le temía a la muerte, cuando te hablaba de ella, mientras vos te mecías en el sillón. Te reías con bondad, con la certeza sabia de que tenías a un tierno mortal, queriéndote perturbarte ante tu proximidad con lo inevitable.
Ahora entiendo, que aquella adolescente pretensión de que te posaras en mi cama, como supuesta y burda prueba de la inmortalidad, una vez que fueras parte del éter, se hace carne en mis horas más intensas. 
No sé ni me interesa, quienes ni cuantos, pero quiero elevar estas palabras, como una suerte de plegaria, para que tu colosal impronta, se desperdigue, se recicle en la madreselva, para que esas semillas, lleguen a esos insondables sitios, en los que para varios, pueden ser determinantes.
Tantas sensaciones como presencia, ahuyentan la necesidad de pretender echar el tiempo atrás, aquel transitar fue perfecto, con sus aciertos y errores, y lo reconozco, me sigue costando, entender lo que había dado como asumido, la finitud laxa, la extensividad de esa finitud, la que tipos como vos, logran vulnerar.
Ahora entiendo, te diría que recién, porque hacías tanto hincapié en mi valentía, hasta no hace mucho tiempo atrás, suponía que era tan solo una choches producto de la ancianidad, hasta pensé que tal vez proyectabas en mí cierta ausencia tuya, te presumí cobarde, sin saber que estabas viendo mucho más lejos.
Ahora entiendo que siempre estuviste atrás, para que yo no sintiera el abismo, para que no le temiera a la desolación, para que me hermanara con la incertidumbre y siguiera rumbo a lo desconocido.
No me importa saber cuántas batallas que quedan, ni mucho menos que resultados tendrán, estamos en ese instante eterno, del abrazo fraterno que no tuvo, tiene, ni tendrá, tiempo ni lugar.