Ahora entiendo que era yo el que
le temía a la muerte, cuando te hablaba de ella, mientras vos te mecías en el
sillón. Te reías con bondad, con la certeza sabia de que tenías a un tierno
mortal, queriéndote perturbarte ante tu proximidad con lo inevitable.
Ahora entiendo, que aquella
adolescente pretensión de que te posaras en mi cama, como supuesta y burda
prueba de la inmortalidad, una vez que fueras parte del éter, se hace carne en
mis horas más intensas.
No sé ni me interesa, quienes ni
cuantos, pero quiero elevar estas palabras, como una suerte de plegaria, para
que tu colosal impronta, se desperdigue, se recicle en la madreselva, para que
esas semillas, lleguen a esos insondables sitios, en los que para varios,
pueden ser determinantes.
Tantas sensaciones como
presencia, ahuyentan la necesidad de pretender echar el tiempo atrás, aquel
transitar fue perfecto, con sus aciertos y errores, y lo reconozco, me sigue
costando, entender lo que había dado como asumido, la finitud laxa, la extensividad
de esa finitud, la que tipos como vos, logran vulnerar.
Ahora entiendo, te diría que
recién, porque hacías tanto hincapié en mi valentía, hasta no hace mucho tiempo
atrás, suponía que era tan solo una choches producto de la ancianidad, hasta
pensé que tal vez proyectabas en mí cierta ausencia tuya, te presumí cobarde,
sin saber que estabas viendo mucho más lejos.
Ahora entiendo que siempre
estuviste atrás, para que yo no sintiera el abismo, para que no le temiera a la
desolación, para que me hermanara con la incertidumbre y siguiera rumbo a lo
desconocido.
No me importa saber cuántas
batallas que quedan, ni mucho menos que resultados tendrán, estamos en ese
instante eterno, del abrazo fraterno que no tuvo, tiene, ni tendrá, tiempo ni
lugar.