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Más viejo y más rico, igual a más conservador


Los que no creen en verdades, sino en circunstancias, es decir quienes no tienen principios sino intereses, se dirigen indefectiblemente a donde calienta el sol o donde sopla el viento, por tanto no pueden ir a otro lugar que no sea el exitismo que propone nuestra posmodernidad.

Razón por la cuál, quieren ganar discusiones y no discutir, quieren destrozar al contertulio y no llegar a un entendimiento. Estos hombrecillos de poca monta, se dicen experimentados, se jactan de peinar canas, cuando en realidad acopian fracasos, tiran arriba de la mesa, el colosal saco de su derrotero, envestido en probidad por la mera y ridícula suma de años.

Sucede, que piensan cómo Abel Posse (por citar un ejemplo de un hombre pro cultura “conservadora”), que somos una generación a la deriva y que buscamos comprensión. En el fondo, lo que precisamos es que la autoridad se funde en la razón y no en los años acumulados en cargos públicos o en las canas que peinemos. Enfrentar con coraje nuestra caída, debe comenzar con la valentía esquiva y nula de quienes desde la cima dirigencial de nuestro país, se obstinan en creer y pensar que serán eternos, subyugando a quienes con esfuerzo, dedicación y propuestas nos vemos continuamente eclipsados, por dinosaurios, que magistralmente, escaparon de la extinción.

Cuando todo se vuelve previsible y esperable, no hay que apuntar con ignorancia a los poderes proféticos de quiénes señalan lo obvio, simplemente hay que adjudicar el mote de ineptos a los que esperan que suceda lo que finalmente sucede, y lamentablemente, esperar, que desgracia mediante, se tomen las medidas adecuadas y correspondientes. Por sí el lector ha pecado de incauto, esta nota apunta a la generación dirigente, fracasada y obstinada en dar lugar a la nueva sangre, dado que es el nudo gordiano de nuestros problemas.

Los que formamos parte de la generación menor de cuarenta años no padecemos de “una sociedad que calla y no sabe integrarnos”, ni tampoco saltamos bajo un ritmo estupidizante, cuál rito chamánico (en relación a lo que se describen el disfrutar de un baile o música), simplemente porque “nadie supo encender la pasión educativa, la cultura del trabajo o un sentido atractivo de la vida”. La ausencia de análisis, en sendos artículos o pensamientos, como el caso de Abel Posse por señalarlo como paradigma, en referencia a la responsabilidades, que el escritor adjudica mayormente a la clase política y que luego generaliza a la caída cultural, educativa y espiritual de nuestro país, omite irresponsablemente, los cargos que le corresponden a toda la clase dirigente (cultural, religiosa, académica, gremial, etc) y que hace caer al autor de los Demonios Ocultos en un flagrante equívoco.

La sociedad que calla y no sabe integrarnos, en realidad es una sociedad que observa y que no permite, intencionalmente, que las nuevas generaciones suplan a los vitalicios septuagenarios, que se oxidan en el bronce ennegrecido de las capas dirigentes.



Finalmente es tan asequible lo de proclamarse experimentado, un lugar tan común y trillado, que sí alguien se encuentra con estos personajes afectos a este vicio y mala costumbre, lo único que tiene que hacer (antes que hacerle una síntesis de este texto que no entenderán ni medio) es recordarle (una vez otorgado el triunfo) que Pinochet, Videla y tantos otros ya fallecidos, también tendrán seguramente, elementos indispensables, por lo vivido, que tendríamos que escuchar.

Los límites de los años.

Una de las mayores controversias que genera una animadversión litigiosa en la sociedad en relación a los actores políticos, es la reiteración de los nombres para ocupar cargos públicos. El fenómeno se podría denominar como “calesita electoral”, dado que los hombres que los partidos políticos ofrecen a la ciudadanía van rotando indefinidamente, permitiendo que el otrora concejal en la elección venidera se postule cómo diputado provincial, para luego hacerlo en otro cargo representativo. A priori esto podría obedecer a una lógica normal de la democracia. La persona que ha ejercido con probidad y que obtiene el respaldo popular, naturalmente debe asumir mayores responsabilidades políticas, o al menos tener la oportunidad de presentarse ante el electorado. La normalidad se transforma en patología social, cuando observamos fehacientemente, que un grupo de profesionales políticos de diferentes partidos, acumulan decenas de años en cargos públicos, sin encabezar las listas (es decir que van detrás de figuras con mayor popularidad) y que pasan con holgura la edad que establece la ley para la jubilación, afianzándose o atornillándose en cargos representativos, conformando o resucitando, la máxima estipulado miles de años atrás en el nacimiento del imperio Romano o imitando el condicionado régimen de la República de Chile, por el poder de los ex dictadores, pero sin la institucionalidad de los sistemas mencionados, y cobijados por el oscuro y lúgubre manto de la ausencia de normas que fortalezcan un verdadero sistema democrático y republicano.

Consideramos que establecer una representación máxima para aquellos ciudadanos mayores de sesenta y cinco (65) años no sólo que no lesiona o perjudica a los adultos mayores, sino que por el contrario, los dignifica y enaltece, dado que significaría un manto de ecuanimidad inexistente para todas las actividades y por tanto para sus actores. No existe razón alguna, ni parangón normativo, que se precie de justo, que otorgue a los que se dediquen en forma profesional (es decir con una amplia trayectoria de cargos públicos) a la política, la facultad de no atenerse a un régimen jubilatorio, tal como todos los argentinos varones, mayores de sesenta y cinco años (65) y desocupados de sesenta (60), encuentran en tal momento de sus vidas para el cese de sus actividades.

Existen razones naturales, que imprimen límites insalvables, cómo los biológicos o clínicos, que fijan agudos problemas a los que se expone un adulto mayor, tanto a él mismo cómo a la actividad en la que se empeña en seguir desarrollando, si no cumple con su retiro garantizado por la ley de leyes.

A partir de una determinada edad, los problemas suscitados por el envejecimiento, se disparan o se desarrollan, por intermedio de la pérdida de habilidades cognitivas (memoria, lenguaje, cálculo, pensamiento abstracto) que pueden desembocar en demencias o enfermedades como el alzheimer. Se encuentra científicamente comprobado, que a una determinada edad, los riesgos de toda índole (desde padecer accidentes a diferentes enfermedades complejas) se incrementan notablemente, por una cuestión que obedece a un mandato de la naturaleza. El ser humano desde su nacimiento hasta la finalización de su desarrollo físico, se encuentra en un proceso definido cómo anabólico (desde las células hasta los sistemas se encuentran en desarrollo) hasta llegar a una etapa de consolidación o madurez definitiva. La edad bisagra que señala el peligroso descenso de capacidades, por motivos naturales, y que al no ser tratadas se pueden transformar en patologías, para los científicos internacionales y los análisis y estudios que desarrollan, se ubica entre los sesenta (60) y sesenta y cinco años (65).

Necesitaríamos de una norma que les imponga un límite, una barrera, sustentada en las raíces más puras de la Constitución Nacional, a los que desde hace tiempo manejan la cosa pública, y que conformaron una cofradía de características masónicas, para que oferten a las ciudadanía, candidatos que tengan currículum y no antecedentes, y para evitar que estos vacíos normativos, se transformen en oportunidades para destrozar la institucionalidad, cómo el hecho de instaurar una lógica vitalicia encubierta.

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