De Buenos Aires a Corrientes (Relato)
Me dirigí al ascensor de los empleados, cómo para bajar y luego caminar hasta mi casa. Dentro del mismo, un joven trabajador, comentaba en voz alta, que ya no permitían más, descender por el ascensor de los legisladores a todos que no fueran tales. Ya está, pensé. Este es el punto de inflexión. Nuestro país se normalizo. Veníamos de una grave crisis de representatividad, que hubo de amenazar a la institucionalidad toda. Poco a poco, ese fuego se iba apagando, tímida y vergonzosamente. Estos tipos están recuperando todas sus prerrogativas. Vuelven a ser la realeza latinoamericana. Al terminar de verter estos conceptos, me encontraba sobre la avenida Rivadavia. Pensaba en la vorágine de los sucesos, ayer nomás, parecía que todo se iba al demonio. Hoy ya estábamos nuevamente encorsetados en un sistema social, similar a cualquier sociedad feudal del medioevo. Al llegar al cruce de la avenida con la calle Pasco, me detuve a los efectos de ingresar al videoclub. Prescindí de dirigirme al sector de los dramas. No tanto por que no tuviera interés en llevarme una película de tal temática, más bien porque ya las había visto a casi todas. Me paré frente a los filmes nacionales. No era muy afecto a la producción nacional, tampoco desconocía por completo lo que sucedía en el cine vernáculo. Tras recordar muchas películas que hubo de ver a lo largo de mi historia cinéfila, me dediqué a leer la contratapa de las cajitas, en donde se brinda un breve resumen de la historia y el nombre de los directores y actores, de las otras tantas películas que no había visto. Luego de cuarenta minutos de observación, me hube de fastidiar por una característica muy peculiar, que ostentaban las producciones de nuestro séptimo arte. Casi el noventa por ciento de las películas tenían directa o indirecta relación con la época de la dictadura. Un tipo o una mina que no tenían clara su identidad, o un viejo que de repente era asaltado por los deseos de rescatar, de su turbio pasado militar, las criminales acciones que había llevado acabo. Ejes centrales, que no diferían mucho en la trama, de las diferentes historias que obligadamente nos conducían a los terribles años de plomo. Maldita obsesión, hube de exclamar antes de retirarme de ese sector del videoclub. Tras quince minutos más de búsqueda, opté por llevarme una comedia llamada el Tiempo Ausente.
A las dos cuadras, me volví a detener. Me iba a llevar una pizza de un restaurante bautizado La Posta del Once. Que confusión hay en este barrio, pensé. En un radio de dos kilómetros cuadrados, diferentes negocios de diversos ramos, quinielas, cibercafé, librerías, confiterías, llevaban nombres distintos que supuestamente hacían referencia a un único barrio. Uno no termina de enterarse si esta zona es congreso, once, san cristóbal, balvanera o boedo, pensé. Al finalizar la observación de la mezcolanza, que no brindaba una identidad definida al barrio en donde vivía, la pizza ya estaba lista. Salí rápidamente, para que la comida no se me enfriare y en menos de cinco minutos me encontraba en el departamento.
Prendí el televisor, en un programa periodístico volvía a estar al aire la política rubia, que no se cansaba de hablar de mafias y de vaticinar profecías. Mientras masticaba la muzzarrela, pensaba en que en realidad esa blonda dirigente, se parecía a la madre que ningún adolescente querría tener. De todas maneras, me encontraba cansado. No tenía ánimo como para seguir pensando. Hube de llamar a Viviana. Escuchaba el resumen de su día, y luego le comentaba las vicisitudes del mío. Realmente la extrañaba, quería, deseaba y moría por una segunda oportunidad para volver a vivir con ella. Me iba a hacer muy mal si me detenía en seguir en ese sendero de añorar su compañía. La despedí y sin pasar por el baño, me fui directamente a la cama.
En compañía de interminables mates, y de diferentes clases de chamamé, las casas humildes o ranchos, adornados con pancartas, carteles o banderas, nos recibían con grandeza y admiración a los visitantes. Yo, un regordete, en la preadolescencia, era tratado de Ud. por cientos de ancianos, con el rostro surcado y con la dignidad aniquilada, que simplemente eran llamados hombres de campo. En el medio del calor y de la llanura, asomaban pueblos fantasmas, que parecían olvidados, hasta por el mismísimo dios. De repente una mujer anciana, ataviada con una especie de delantal, me tomó de la mano. Su rostro denotaba un parecido, a la típica cara de las monjas de clausura. Vos vas a ser quién pueda, me hubo de decir al oído la señora.
Me levanté con ganas de orinar. Sin noción del tiempo, recordaba el sueño que había tenido. La boca pastosa y una picazón generalizada en todo el cuerpo me hubieron de acompañar al baño. Al culminar con la necesidad fisiológica, realicé una práctica no muy habitual. Me dirigí al espejo y me escruté larga y detenidamente. Saliendo del estado de soñolencia, intentaba rescatar los más mínimos detalles de las imágenes con las cuales había soñado. La mujer llevaba un pañuelo de color rojo. El chamamé que sonaba en esa ranchada era uno llamado Pedro Canoero. Yo llevaba puesta una remera blanca, de manga larga. Cuando la mujer me habló, me miraba fijamente a los ojos. Al concluir con el racconto pormenorizado, me dirigí a la pieza, en donde reposaba el reloj despertador y que oficiaba como vestidor. Los números rojos del aparato eran contundentes, cuatro y cinco. Hube de dar varias vueltas en la cama antes de conciliar el sueño. Lo último que pensé, antes de quedarme dormido, fue que tenía un rico material para llevarlo a la terapia.
Me dirigí al ascensor de los empleados, cómo para bajar y luego caminar hasta mi casa. Dentro del mismo, un joven trabajador, comentaba en voz alta, que ya no permitían más, descender por el ascensor de los legisladores a todos que no fueran tales. Ya está, pensé. Este es el punto de inflexión. Nuestro país se normalizo. Veníamos de una grave crisis de representatividad, que hubo de amenazar a la institucionalidad toda. Poco a poco, ese fuego se iba apagando, tímida y vergonzosamente. Estos tipos están recuperando todas sus prerrogativas. Vuelven a ser la realeza latinoamericana. Al terminar de verter estos conceptos, me encontraba sobre la avenida Rivadavia. Pensaba en la vorágine de los sucesos, ayer nomás, parecía que todo se iba al demonio. Hoy ya estábamos nuevamente encorsetados en un sistema social, similar a cualquier sociedad feudal del medioevo. Al llegar al cruce de la avenida con la calle Pasco, me detuve a los efectos de ingresar al videoclub. Prescindí de dirigirme al sector de los dramas. No tanto por que no tuviera interés en llevarme una película de tal temática, más bien porque ya las había visto a casi todas. Me paré frente a los filmes nacionales. No era muy afecto a la producción nacional, tampoco desconocía por completo lo que sucedía en el cine vernáculo. Tras recordar muchas películas que hubo de ver a lo largo de mi historia cinéfila, me dediqué a leer la contratapa de las cajitas, en donde se brinda un breve resumen de la historia y el nombre de los directores y actores, de las otras tantas películas que no había visto. Luego de cuarenta minutos de observación, me hube de fastidiar por una característica muy peculiar, que ostentaban las producciones de nuestro séptimo arte. Casi el noventa por ciento de las películas tenían directa o indirecta relación con la época de la dictadura. Un tipo o una mina que no tenían clara su identidad, o un viejo que de repente era asaltado por los deseos de rescatar, de su turbio pasado militar, las criminales acciones que había llevado acabo. Ejes centrales, que no diferían mucho en la trama, de las diferentes historias que obligadamente nos conducían a los terribles años de plomo. Maldita obsesión, hube de exclamar antes de retirarme de ese sector del videoclub. Tras quince minutos más de búsqueda, opté por llevarme una comedia llamada el Tiempo Ausente.
A las dos cuadras, me volví a detener. Me iba a llevar una pizza de un restaurante bautizado La Posta del Once. Que confusión hay en este barrio, pensé. En un radio de dos kilómetros cuadrados, diferentes negocios de diversos ramos, quinielas, cibercafé, librerías, confiterías, llevaban nombres distintos que supuestamente hacían referencia a un único barrio. Uno no termina de enterarse si esta zona es congreso, once, san cristóbal, balvanera o boedo, pensé. Al finalizar la observación de la mezcolanza, que no brindaba una identidad definida al barrio en donde vivía, la pizza ya estaba lista. Salí rápidamente, para que la comida no se me enfriare y en menos de cinco minutos me encontraba en el departamento.
Prendí el televisor, en un programa periodístico volvía a estar al aire la política rubia, que no se cansaba de hablar de mafias y de vaticinar profecías. Mientras masticaba la muzzarrela, pensaba en que en realidad esa blonda dirigente, se parecía a la madre que ningún adolescente querría tener. De todas maneras, me encontraba cansado. No tenía ánimo como para seguir pensando. Hube de llamar a Viviana. Escuchaba el resumen de su día, y luego le comentaba las vicisitudes del mío. Realmente la extrañaba, quería, deseaba y moría por una segunda oportunidad para volver a vivir con ella. Me iba a hacer muy mal si me detenía en seguir en ese sendero de añorar su compañía. La despedí y sin pasar por el baño, me fui directamente a la cama.
En compañía de interminables mates, y de diferentes clases de chamamé, las casas humildes o ranchos, adornados con pancartas, carteles o banderas, nos recibían con grandeza y admiración a los visitantes. Yo, un regordete, en la preadolescencia, era tratado de Ud. por cientos de ancianos, con el rostro surcado y con la dignidad aniquilada, que simplemente eran llamados hombres de campo. En el medio del calor y de la llanura, asomaban pueblos fantasmas, que parecían olvidados, hasta por el mismísimo dios. De repente una mujer anciana, ataviada con una especie de delantal, me tomó de la mano. Su rostro denotaba un parecido, a la típica cara de las monjas de clausura. Vos vas a ser quién pueda, me hubo de decir al oído la señora.
Me levanté con ganas de orinar. Sin noción del tiempo, recordaba el sueño que había tenido. La boca pastosa y una picazón generalizada en todo el cuerpo me hubieron de acompañar al baño. Al culminar con la necesidad fisiológica, realicé una práctica no muy habitual. Me dirigí al espejo y me escruté larga y detenidamente. Saliendo del estado de soñolencia, intentaba rescatar los más mínimos detalles de las imágenes con las cuales había soñado. La mujer llevaba un pañuelo de color rojo. El chamamé que sonaba en esa ranchada era uno llamado Pedro Canoero. Yo llevaba puesta una remera blanca, de manga larga. Cuando la mujer me habló, me miraba fijamente a los ojos. Al concluir con el racconto pormenorizado, me dirigí a la pieza, en donde reposaba el reloj despertador y que oficiaba como vestidor. Los números rojos del aparato eran contundentes, cuatro y cinco. Hube de dar varias vueltas en la cama antes de conciliar el sueño. Lo último que pensé, antes de quedarme dormido, fue que tenía un rico material para llevarlo a la terapia.